Por Miguel Ángel Cristiani
En los tiempos que corren, cuando el descrédito
es el sello de la política y la desconfianza el aire que respira la ciudadanía,
escuchar hablar de un alcalde bien evaluado suena casi a provocación. En un
país donde el cinismo ha sustituido a la rendición de cuentas, el caso de
Alberto Islas Reyes, alcalde de Xalapa, merece atención no por ser una rareza
estadística, sino por representar una excepción que revela una urgencia: la del
buen gobierno como práctica cotidiana, no como anécdota electoral.
El próximo 10
de diciembre, el edil xalapeño rendirá su cuarto Informe de Gobierno —último de la administración
2022-2025— en el Palacio Municipal. Un acto republicano que en otros contextos
suele ser ritual vacío, pero que, en este caso, parece tener sustancia. No se
trata de los discursos ensayados ni de los aplausos enlatados; se trata de
resultados medibles, visibles y, sobre todo, verificables.
Hay que recordar que a Alberto Islas Reyes le tocó concluir la última etapa
de la administración municipal que encabezó en su inicio el también excelente
alcalde y mejor político Ricardo Ahued Bardahuil.
Según las encuestas más recientes de Mitofsky y RUBRUM, Alberto Islas se ubica entre los siete mejores alcaldes del país y el quinto entre los de Morena. En un
contexto nacional donde la mayoría de los municipios lidian con rezagos,
corrupción o desgobierno, estos números no son menores. Pero lo que importa no
es la estadística, sino lo que revela: una
administración que ha logrado mantener la confianza ciudadana durante
casi cuatro años, algo que pocos pueden presumir.
No se trata de hacerle culto a la persona —la
política no necesita más ídolos, sino más instituciones—, pero sí de reconocer el valor del ejemplo. Porque
gobernar bien no es un accidente, es una decisión que implica método, ética y
congruencia. En Xalapa, los resultados están a la vista: obras públicas en zonas urbanas y rurales,
manejo eficiente y transparente de los
recursos, y un avance palpable en materia de seguridad y percepción ciudadana.
El mérito de Islas no radica solo en el número
de calles pavimentadas o parques rehabilitados, sino en algo más profundo: continuar con la reconstrucción
de la confianza en la autoridad municipal. En una ciudad
históricamente lastimada por la opacidad y el burocratismo, - recuerden al ex
alcalde Pedro Hipólito Rodríguez Herrero- el hecho de que los ciudadanos
vuelvan a ver a su alcalde en la calle, escuchando y resolviendo, es un cambio
cultural antes que administrativo.
Ahora bien, el verdadero examen de un gobierno
no se mide en los informes, sino en su capacidad de trascender al tiempo político. Lo que el próximo 10 de
diciembre debe quedar claro es si el modelo de gestión que ha encabezado en su momento
Ricardo Ahued y concluye con Alberto Islas puede convertirse en un estándar
para la función pública local. Porque si algo necesita México, es que el
ejemplo deje de ser excepción y se convierta en norma.
No podemos olvidar el contexto: Xalapa es una
ciudad compleja, con una orografía que encarece la infraestructura, una
burocracia que suele ralentizar los procesos y una ciudadanía exigente —con
razón— ante décadas de promesas incumplidas. Gobernar bien aquí no es fácil ni gratuito. Implica navegar
entre presiones políticas, resistencias internas y un clima social donde la
crítica es permanente.
Por eso, cuando un gobierno local logra
mantener estabilidad, transparencia y resultados visibles, hay que analizar las
causas, no los pretextos. Y todo indica que el secreto está en una combinación
que rara vez coincide: planeación
técnica, administración responsable y vocación de servicio.
A diferencia de quienes conciben el poder como
botín o trampolín, Islas parece entenderlo como responsabilidad y oportunidad de transformación. Esa es
la diferencia entre el político de oficio y el servidor público de convicción.
El primero trabaja para la foto; el segundo, para el futuro.
Pero atención: el elogio no debe adormecer la
crítica. Ningún gobierno está exento de errores, y Xalapa sigue teniendo
pendientes graves —movilidad, desarrollo urbano desordenado, crecimiento de
asentamientos irregulares— que requerirán continuidad y visión metropolitana.
Sin embargo, lo justo es reconocer cuando las cosas se hacen bien. Y gobernar
con eficiencia, honestidad y cercanía es
un mérito que debe señalarse, no silenciarse.
En la era del descrédito político, donde los
ciudadanos aprenden a votar con escepticismo y los funcionarios a justificar
sus fracasos con excusas, el caso de Alberto Islas no debería pasar como una
nota de color, sino como una lección
institucional. Porque la democracia local se fortalece no con
discursos, sino con ejemplos concretos de gestión pública.
Cuando el alcalde rinda su informe, no solo
deberá enumerar obras y cifras, sino reafirmar un compromiso: que el poder
municipal sea un espacio de servicio, no de simulación. Si lo logra, no solo
habrá cumplido con la ciudadanía xalapeña, sino con algo más trascendente: haber demostrado que la política aún puede ser
oficio de dignidad y esperanza.
Y eso, en los tiempos que vivimos, es ya un
acto de valentía.
