Por Miguel Ángel Cristiani G.
Hay decisiones políticas que, aunque se disfracen
de tecnicismos constitucionales, huelen a prisa, a cálculo y a un viejo
conocido: el afán de controlar los contrapesos. La reciente reforma para poner
y quitar al titular de la Fiscalía General del Estado no es la excepción. Y
ahora que el Congreso abrió la ventana, la pregunta inevitable es: ¿quién se
atreverá a asomarse –y quién querrá meter medio cuerpo– en esa silla caliente?
El martes por la noche, cuando la mayoría de los
veracruzanos ya estaba pensando en descansar, el Congreso decidió entrar a
quirófano constitucional. A las 22:30 horas, con 47 diputadas y
diputados presentes, se aprobó —con 42 votos a favor y solo 5 en contra—
una reforma que altera el proceso de designación, evaluación y remoción del
fiscal. Un cambio de alto calibre político, votado con una comodidad
aplastante, gracias a esa disciplina partidista que en Veracruz suele funcionar
mejor que un reloj suizo… cuando al Poder Ejecutivo le conviene.
No estuvieron para la foto legislativa Enrique
Cambranis Torres, Fernando Yunes Márquez ni Héctor Yunes Landa.
Habrá quien diga que su ausencia fue “agenda”; otros pensarán que fue
prudencia; algunos más, un mensaje. En política, el silencio también vota.
La reforma, gestada en las Comisiones Unidas de
Justicia y Puntos Constitucionales y de Procuración de Justicia, se presentó
como el fruto de “meses de análisis”. Y quizá sí los hubo. Pero en Veracruz la
cocina política es como la cocina tradicional: lo que se guisa a fuego lento
siempre termina sirviéndose de golpe y sin mucha explicación.
¿De qué se trata, exactamente? El nuevo modelo
permite que el titular del Poder Ejecutivo envíe hasta dos propuestas
para ocupar la Fiscalía. Si el Congreso rechaza ambas –y aquí viene el giro–,
el Ejecutivo podrá designar directamente a uno de los perfiles
previamente planteados. Un mecanismo que sus operadores llaman de “equilibrio y
control recíproco”. Habrá que ver. El equilibrio, en Veracruz, suele durar lo
mismo que un suspiro en temporada de nortes.
Y entonces volvemos al punto central: ¿quiénes
son las y los posibles aspirantes? Porque no cualquiera acepta un cargo
que, entre presiones políticas, expectativas ciudadanas y sombras históricas,
se ha convertido en un campo minado.
Hay perfiles técnicos, sí. Gente formada en
procuración de justicia, con trayectoria honesta y oficio jurídico. También
están los que han hecho fila desde hace años, los que creen que por lealtad
merecen premio, y los que sueñan con una Fiscalía más como plataforma personal
que como servicio público. No faltarán quienes, desde los escritorios del
Ejecutivo, piensen en un fiscal “de confianza”, “alineado” o “institucional”,
según el eufemismo que toque usar.
Pero más allá de los nombres —que ya se mencionarán
cuando el humo blanco asome—, lo que realmente está en juego es algo más serio:
la independencia de una institución que debería servir a la ciudadanía, no
al poder en turno.
No se trata de pelear por un puesto, sino de
blindar una función pública vital para cualquier democracia: investigar,
perseguir y presentar ante la justicia a quienes violan la ley, sean ciudadanos
comunes o personajes con fuero, padrinos, siglas o padrinazgos.
Veracruz no puede permitirse una Fiscalía
decorativa. Ni una Fiscalía obediente. Mucho menos una Fiscalía sexenal.
El reto, estimado lector, no es saber quién quiere
la silla.
El verdadero desafío será si la silla permitirá que quien llegue pueda
cumplir su deber sin arrodillarse ante nadie.
Porque de nada sirve cambiar el procedimiento si no
se cambia la concepción del poder.
Y esa, por desgracia, aún no se reforma con votos.
