Por Miguel Ángel Cristiani G.
Hay recortes que duelen… y otros que simplemente exhiben. El de la Secretaría de Turismo de Veracruz, bajo el mando de Igor Rojí, pertenece a la segunda categoría: un tijeretazo tan profundo que no alcanzará ni para el boleto de autobús a la siguiente feria de “Pueblos Mágicos”, mucho menos para los viajes internacionales donde antes se presumía desarrollo mientras se practicaba turismo con viáticos oficiales.
Las comparecencias, ese ejercicio que debería dignificar la rendición de cuentas, vuelven a demostrar que en Veracruz la transparencia es un ritual vacío. Se hicieron reformas para acortarlas —porque, según decían, eran “kilométricas”— pero no se tocó el fondo: el desfile de funcionarios que no saben ni qué van a decir, acompañados por empleados que sólo van a aplaudirles como si la democracia fuera espectáculo de variedades.
El problema no es el tiempo; es la pobreza. Pero no la presupuestal —esa ya la conocíamos— sino la pobreza de oficio, de preparación, de seriedad.
Salvo honrosas excepciones, como la del secretario de Gobierno Ricardo Ahued Bardahuil, el resto de los titulares han dejado claro que no entienden que comparecer implica estudiar, preparar un guion, leerlo, dominarlo y defenderlo. No, aquí se cree que basta con llegar, improvisar y confiar en que nadie hará preguntas incómodas. El resultado: funcionarios extraviados, nerviosos, leyendo mal y respondiendo peor.
¿De verdad ningún asesor les ha explicado que lo mínimo es saber lo que uno va a presentar? ¿O será que el miedo a la gobernadora es tan grande que prefieren no decir nada para no equivocarse? Porque eso también está claro: el mandato tácito es callar.
Las conferencias banqueteras están prohibidas. El contacto con medios, reducido al mínimo. La única voz autorizada —y a veces la única que parece existir— es la de la gobernadora desde Palacio. Todo pasa por ella: el mensaje, la narrativa y, por supuesto, el presupuesto.
Porque, no nos engañemos, el control comunicacional viene acompañado del control financiero. Las dependencias trabajan con lo que les dejan, que apenas alcanza para la nómina, la luz y el papel de baño. Y aun eso está por cambiar: ya se cocina un programa para unificar la nómina del gobierno en una sola cuenta. Centralización absoluta disfrazada de “eficiencia”.
En otras palabras: además del tapabocas institucional, ahora les pondrán el amarre de manos presupuestal.
¿Y la ciudadanía? Bien, gracias. Las comparecencias, que deberían informar y abrir diálogo, se han convertido en espacios donde se exhibe lo que este gobierno realmente piensa de la transparencia: un trámite incómodo, un espectáculo innecesario, una formalidad que no vale la pena tomar en serio.
La opacidad no necesita discursos; basta con ver la torpeza de quienes intentan justificarla. Y ahí, justamente ahí, es donde radica la urgencia de volver a exigir profesionalismo, claridad y responsabilidad. Porque si los funcionarios no pueden explicar lo que hacen, quizá la pregunta correcta sea: ¿están haciendo algo?
