Por Miguel Angel Cristiani G.
En tiempos donde abundan los improvisados que
confunden un celular o micrófono con una varita mágica y un set de televisión
con una pasarela, resulta casi provocador que alguien gane premios por lo que
debería ser lo elemental: hacer bien su trabajo. Y, sin embargo, eso
hizo —una vez más— Raúl Peimbert, el periodista veracruzano que este fin de
semana sumó tres nuevos Grammys a una vitrina que ya rebasa los 35
reconocimientos internacionales.
Dicen que el mérito no hace ruido. Pero hay
trayectorias que, aun en silencio, retumban más que los discursos huecos de
la política criolla. Con Peimbert tuve oportunidad de trabajar en la
Coordinación General de Comunicación Social del Gobierno de Veracruz, en los
años de Miguel Alemán. Ahí pude ver de cerca que su disciplina no era pose, ni
la seriedad una máscara para la cámara. Era —y sigue siendo— un rigor aprendido
desde temprano, cuando comenzó como editor de noticias en Guadalajara antes de
enfrentarse al reto de conducir noticiarios en Xalapa y en Veracruz.
Muchos no recuerdan que, cuando la televisión local
apenas intentaba profesionalizarse, Peimbert ya marcaba diferencia. No tardó en
cruzar fronteras: en 1991 se incorporó a Univisión y más tarde a Telemundo,
donde condujo noticiarios y enfrentó coberturas que requieren más que dicción
clara y buena presencia: requieren criterio, temple y ética. Es decir, aquello
que escasea en la era del espectáculo disfrazado de periodismo.
Su programa “América Habla” merece una mención
aparte. No cualquiera logra sentarse frente a más de cuarenta presidentes
latinoamericanos y mantener entrevistas de fondo sin caer en reverencias ni en
pleitesías. En una región donde los mandatarios suelen confundir a los
reporteros con corifeos, Peimbert hizo lo que debe hacer un periodista: preguntar
con respeto, pero también con firmeza. Calderón, Fox, Menem, Fujimori,
Chávez, Clinton… la lista es tan larga como variada, y habla más de su
credibilidad que de cualquier galardón.
A eso se suma su cobertura de eventos que marcaron
época: la muerte de Colosio, el terremoto de Los Ángeles, la explosión en
Oklahoma, el atentado del 11 de septiembre, las inundaciones en Tabasco, el
huracán Harvey. Periodismo en situaciones límite, donde no hay ensayo ni
segundas tomas.
La Academia Nacional de Televisión, Artes y
Ciencias no regala Emmys. Sus más de 28 premios no son ornamentos decorativos,
sino testimonio de una carrera que ha combinado precisión profesional con
compromiso cívico. Y no solo eso: su trabajo comunitario, reconocido con la
“Manzana de Cristal” y el premio “Don Quijote”, muestra que el periodismo
también puede ser puente y no solo reflector.
En tiempos donde la notoriedad se obtiene a golpe
de escándalo, Peimbert recuerda que el prestigio se construye a pulso, con
años de coherencia y no minutos de viralidad. Veracruz, tan acostumbrado a
ver talentos que emigran por falta de condiciones dignas, encuentra en él un
recordatorio incómodo pero necesario: cuando se apuesta por el profesionalismo,
el mundo abre puertas.
Ojalá su historia sirva no para inflar egos —que de
eso estamos sobrados—, sino para recordar que el periodismo serio aún puede
romper fronteras sin perder la ética en el camino. Porque, a fin de
cuentas, el verdadero reconocimiento no lo otorgan las academias, sino el
tiempo. Y en ese terreno, Raúl Peimbert ya ganó hace mucho.
