"Lámpara es tu Palabra para mis pasos, una luz en mi sendero" (Sal 119, 105
Pbro. José Manuel Suazo Reyes
San Pedro y San Pablo son dos de los personajes más grandes de los orígenes del cristianismo; ambos proceden del judaísmo, Simón era pescador y Saulo el perseguidor de la Iglesia. Luego de su encuentro con Cristo se convierten en los Pilares de la Iglesia. Simón será llamado Pedro, es decir, la Piedra o Roca sobre la que se construye la Iglesia y Saulo, recibirá el nombre de Pablo, un apasionado de Cristo y predicador incansable del misterio de Dios.
Estas dos grandes columnas de la Iglesia se conocieron, se encontraron en más de una ocasión, dialogaron e incluso discutieron sobre cuestiones decisivas; teniendo carismas diferentes supieron poner al servicio de Dios la riqueza de su propia diversidad. Los dos confesaron el mismo evangelio, incluso con su propia vida; ambos fueron martirizados en la capital del imperio, por ello la ciudad eterna conserva también sus restos mortales.
San Pedro es el príncipe de los apóstoles; su nombre es mencionado muchas veces en los escritos del Nuevo Testamento sea en los Evangelios, los Hechos de los Apóstoles como las Cartas de San Pablo. Sabemos que nació en Betsaida junto al lago de Tiberíades y que se trasladó a Cafarnaúm, donde se desempeñaba como pescador. Jesús lo vio a la orilla del lago de Galilea, junto con su hermano Andrés y los llamó: “Síganme, y yo los haré pescadores de hombres” (Mat 4,19). El evangelio agrega que “Inmediatamente abandonaron sus redes y lo siguieron”. Ahí comenzó el discipulado de Pedro; su vida tomó otro rumbo.
La imagen de Pedro es el de una persona sincera, intrépida, espontánea, generosa, capaz de grandes desafíos… al mismo tiempo, aparece como una persona débil; todos seguramente recordamos las tres negaciones y recordamos además cómo más adelante, Cristo lo perdona y confirma su elección en el famoso pasaje de la triple pregunta: ¿Pedro me amas? Y él responde tres veces: Sí Señor, tu sabes que te amo... tú sabes todo” Cfr Jn 21,15. Jesús entonces le dice "Apacienta mis ovejas".
Simón Pedro fue la Piedra sobre la que la Iglesia fue fundada. Su capacidad de perseverancia y conversión quizás sean lo que hace de su historia un ejemplo para cualquier cristiano. La noche más oscura de Pedro fue sin duda aquella cuando negó al Señor. Después se arrepintió y Jesús con su gracia la ratificó para colocarlo como cabeza de la Iglesia, mártir y guardián de las llaves del reino de los cielos.
San Pablo era originario de Tarso de Cilicia; De él nos habla San Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles, así como él mismo en algunas de sus cartas. Su nombre original era Saulo. Desde pequeño fue trasladado a Jerusalén para estudiar a fondo la Ley mosaica a los pies del gran rabino Gamaliel (Cf. Hech 22,3). Por esta ortodoxia profunda, que aprendió en la escuela de Hillel, en Jerusalén, consideró que el nuevo movimiento que se inspiraba en Jesús de Nazaret constituía una amenaza para la auténtica ortodoxia de los padres. Esto explica el hecho de que haya "perseguido encarnizadamente a la Iglesia de Dios", como él mismo lo admitirá en tres ocasiones en sus cartas (1 Co 15, 9; Ga 1, 13; Flp 3, 6). En ese contexto se sitúa el acontecimiento de Damasco. A partir de entonces, su vida cambió y se convirtió en un apóstol incansable del Evangelio. Pablo aprendió también un trabajo manual y rudo, la fabricación de tiendas (cf. Hech 18, 3), que más tarde le permitiría sustentarse personalmente sin ser de peso para las Iglesias (Cf. Hech 20,34; 1 Cor 4,12; 2 Cor 12, 13-14).
Durante el año Paulino, en una catequesis sobre Pablo, el papa Benedicto XVI trazó tres características de este apóstol, que nos pueden ayudar a comprenderlo. La primera característica, es la experiencia de haber visto al Señor, es decir, haber tenido con él un encuentro determinante para la propia vida. Este encuentro marcó el inicio de su misión: “Pablo no podía continuar viviendo como antes, ahora se sentía investido por el Señor del encargo de anunciar su Evangelio en calidad de apóstol”. En definitiva, es el Señor el que constituye el apostolado. El apóstol no se hace a sí mismo, sino que lo hace el Señor; por eso necesita estar en comunión con él. La segunda característica, es la de haber sido enviado, es decir, ser embajador y portador de un mensaje que no era suyo. Desde este punto de vista la vocación de Pablo se ubica en el campo profético. Por esta razón Pablo se define apóstol de Jesucristo, o sea, delegado suyo, puesto totalmente a su servicio. “El hecho de que la iniciativa parta de Cristo subraya el hecho de que se ha recibido una misión de parte de Él que hay que cumplir en su nombre, poniendo absolutamente en segundo plano cualquier interés personal”. La tercera, característica, es la dedicación completa de la vida a esta misión. Ser apóstol, por lo tanto, no es y no puede ser un título honorífico, sino que empeña concretamente incluso en forma dramática, toda la existencia de quien ha sido llamado. Uno ya no es dueño absoluto de su propia vida, está dedicado o consagrado para los demás; desgasta su vida por los otros. Esta entrega y dedicación a los demás puede aparecer como un escándalo y necedad, al que muchos reaccionan con incomprensión y rechazo. Esto sucedía en tiempos de Pablo y no debe extrañarnos que suceda también hoy.
La vida y vocación de estos dos grandes apóstoles del cristianismo nos deja muchas enseñanzas; podríamos pensar en la experiencia de encuentro o en el llamado; se puede también destacar su radicalidad en el seguimiento de Cristo hasta derramar su sangre; pero también se puede subrayar el aspecto de la fragilidad. Pedro por ejemplo vivió momentos de mucha fragilidad en su fe como cuando por su protagonismo pide caminar sobre las aguas y se empieza a hundir, o cuando le propone a Jesús no ir a Jerusalén para ser entregado; o cuando niega a su maestro. Estas caídas en la vida de un creyente no deben desanimarlo a uno; cuando se presentan estas ocasiones es donde mayor necesidad tenemos de Dios; porque su gracia viene a sustituir nuestra fragilidad; su ayuda es la que nos sostiene y permite perseverar.
Reflexionando también en la vida inicial de Saulo, un perseguidor de cristianos, uno aprende también como a partir del encuentro con Cristo, la vida personal se transforma. Por eso es fundamental mantenerse en la confesión de fe, como lo hace Pedro delante de Jesús: TU ERES EL CRISTO EL HIJO DE DIOS VIVO, Mt 16,16; Una confesión similar la encontramos en la confesión de San Pablo cuando dice: “ He sido crucificado con Cristo, y ahora no vivo yo, es Cristo quien vive en mi” (Gal 2, 19-20) o también aquello que proclama en la carta a los Romanos: “quien nos separará del amor de Cristo? Acaso la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, el peligro la espada? En todo esto vencemos por la virtud de aquel que nos ha amado (Cfr. Rom 8, 35-37)
En conclusión, Pedro y Pablo, llevaban un estilo diferente de vida antes de encontrarse con Cristo, después de que han vivido esta experiencia de que Dios pasara por su vidas, sufrieron una transformación radical, uno se hizo pescador al servicio del reino de Dios; el otro de perseguidor de la Iglesia se convirtió en apóstol del Evangelio de Cristo crucificado. El poder de Dios es lo que hace esta transformación.