Por Miguel Ángel Cristiani G.
El agua se retiró del río Cazones, pero el Estado
también. Y eso, en una democracia que se presume funcional, no es una metáfora:
es un fracaso institucional con nombre, fecha y responsables.
Poza Rica no vive una contingencia; vive una
fractura social profunda. Dos meses después de las inundaciones de octubre, la
ciudad no está en reconstrucción: está en el abandono administrado, ese en el
que la autoridad simula presencia mientras la ciudadanía paga, organiza, vigila
y sobrevive. El desastre natural fue inevitable; el desastre político no.
Los testimonios son contundentes y no admiten
maquillaje oficial. Colonias enteras —Las Gaviotas, Morelos, Las Granjas, La
Esperanza, Lázaro Cárdenas— siguen sin drenaje funcional, sin agua potable
continua, con focos de infección activos y calles convertidas en corredores de
polvo, lodo y enfermedad. No hablamos de comodidades, sino de derechos básicos:
salud, vivienda digna, educación, seguridad.
Lo verdaderamente escandaloso no es que el drenaje
esté colapsado, sino que sean los vecinos quienes desembolsan entre 40 mil y
hasta 100 mil pesos para restablecerlo. Eso tiene un nombre técnico:
sustitución del Estado por la comunidad. Y uno político: claudicación del
gobierno municipal y estatal frente a su obligación constitucional.
Las autoridades dieron por “cerrada” la ayuda a
damnificados con la ligereza con la que se archiva un expediente incómodo.
Entregaron apoyos parciales, desiguales, mal comunicados y, en muchos casos,
incumplidos. Vales de enseres que nunca llegaron. Promesas de obras que se
difieren cinco meses más, como si la gente pudiera posponer el hambre, la
enfermedad o el colapso de su vivienda.
El resultado es previsible: desplazamiento interno.
Calles fantasmas, casas abandonadas, familias que se van no por gusto, sino por
asfixia. A esto se suma la inseguridad: robos a casas dañadas, saqueo de lo
poco rescatable, rondines vecinales improvisados ante la ausencia de autoridad.
La ley del sálvese quien pueda, patrocinada por la omisión gubernamental.
En términos de salud pública, la situación es
alarmante. Enfermedades respiratorias por el polvo, padecimientos
gastrointestinales por la falta de agua limpia, infecciones cutáneas en niños y
adultos mayores. Todo ello en una ciudad que presume infraestructura petrolera,
pero no puede garantizar coladeras cerradas ni tuberías íntegras. Ironías del
desarrollo mal entendido.
El daño educativo es otro capítulo vergonzoso.
Escuelas sin mobiliario, sin libros, sin condiciones mínimas. Maestras
fabricando pizarrones de cartón, organizando colectas para mochilas,
sosteniendo el sistema educativo con voluntad y recursos propios. Eso no es
heroísmo: es precarización normalizada. El derecho a la educación no puede
depender de rifas y buena fe.
Y mientras tanto, el comercio local agoniza.
Negocios cerrados, mercancía perdida, ventas mínimas en temporada alta. La
Central de Abastos como símbolo de una economía que intenta levantarse sin
crédito, sin apoyos reales, sin certeza. El discurso optimista choca con
paredes aún cubiertas de lodo.
Aquí conviene hacer una distinción ética y
periodística: el fenómeno natural explica el daño; la inacción gubernamental
explica la tragedia prolongada. No es lo mismo. La Ley General de Protección
Civil establece obligaciones claras de prevención, atención y recuperación. Lo
que vemos en Poza Rica es una aplicación selectiva y tardía de esas
responsabilidades.
La administración municipal saliente deja una
estela de pendientes y silencios. No se trata de linchar políticamente, sino de
documentar un hecho: la respuesta fue insuficiente, desordenada y socialmente
injusta. Y eso tiene consecuencias políticas, aunque algunos crean que el
calendario electoral borra las omisiones.
Poza Rica no necesita discursos ni visitas fugaces.
Necesita un plan integral de reconstrucción con plazos, recursos auditables y
participación ciudadana real. Necesita que el Estado regrese, no como
benefactor ocasional, sino como garante de derechos.
Porque cuando la gente tiene que pagar su propio
drenaje, vigilar sus calles y educar a sus hijos sin escuela, la pregunta ya no
es si falló el gobierno, sino para qué sirve. Y esa es una pregunta que ningún
poder debería permitirse ignorar.
