La dignidad que aún se vende en
el tianguis
Por Miguel Angel CristianiG.
Hay que decirlo sin rodeos: cuando casi todo se
tambalea entre discursos huecos y promesas recicladas, aún existen espacios
donde la vida cotidiana conserva un orden propio, más honesto y más antiguo que
cualquier decreto oficial. Uno de esos respiros —tan necesarios como
subestimados— es el tianguis. Ese
invento prehispánico que, pese a las modernizaciones caprichosas y los
funcionarios que suelen legislar sin conocer la calle, sobrevive con la
obstinación de quien sabe que su raíz es más profunda que la memoria
institucional.
Este domingo caminé —como tantas veces— el tianguis
de la calle Toluca. No fui por nostalgia ni por romanticismo urbano: fui a
constatar que todavía se puede mirar de frente una forma de economía más humana
que la de los centros comerciales blindados por el crédito (EL BUEN FIN). Allí,
entre los puestos alineados a pulso, la realidad se organiza con una
eficiencia que muchos gobiernos envidiarían: el regateo civilizado, la
transacción directa, la confianza que no necesita firma digital.
Pero lo mejor de todo quizás, la degustación de
exquisitos manjares de la culinaria veracruzana, gorditas, picadas, tapadas de
frijol, tamales de todo tipo, quesos, frutas, legumbres recién cortadas.
Los tianguis, desde el tianquiztli mexica
hasta los de hoy, han sido algo más que un espacio de compraventa.
Fueron centros de vida social, lugares donde se intercambiaban no solo
productos, sino información, acuerdos, alianzas. En ellos se definía parte del
ritmo político y comunitario. A diferencia del mercado moderno, que vende la
ilusión de la abundancia empaquetada, el tianguis mantiene el pulso vivo del
territorio, aunque algunos pretendan verlo como folclor para turistas o
estorbo para la movilidad.
Lo que encontré este domingo no fue la postal para
redes sociales: fue la contundente demostración de que la economía popular
mantiene al país en marcha sin pedir aplausos ni subsidios. Verduras
frescas a precios que cualquier familia puede pagar; frutas que aún huelen a
fruta, no a refrigerador industrial; rostros que trabajan desde antes del
amanecer para sostener un ingreso que los informes oficiales rara vez
reconocen.
Ahora bien, también es cierto que esta tradición
enfrenta amenazas silenciosas: proyectos de “reordenamiento” que muchas veces
significan expulsión; reglamentos que se aplican con mano dura solo a quienes
carecen de padrinos políticos; campañas que criminalizan al comerciante
ambulante mientras toleran monopolios más agresivos. La desigualdad también
se vende, y siempre a sobreprecio.
Lo que el tianguis de la calle Toluca nos recuerda
—con la elocuencia de lo simple— es que la cultura no se preserva con
discursos, sino con prácticas vivas. No basta presumir raíces indígenas
mientras se desalojan espacios que representan continuidad histórica. No basta
hablar de apoyo a la economía familiar si se impulsa una modernización que
excluye precisamente a quienes sostienen esa economía.
Por eso conviene mirar el tianguis no como una
reliquia, sino como una lección de organización social, resistencia
económica y dignidad cotidiana. Tal vez sea hora de que nuestras
autoridades —tan afectas a inaugurar obras vistosas— visiten un domingo
cualquiera un tianguis y aprendan cómo se gestiona un espacio público sin
perder el respeto por la comunidad.
Porque, al final, en esos puestos improvisados se
vende algo más que productos frescos: se vende la prueba de que este país
todavía tiene pulso propio. Y eso, créamelo, no tiene precio.

