Por Miguel Ángel Cristiani G.
En Veracruz hemos llegado al punto en que la
historia ya no se honra: se entrega, se manipula, se empaca como
souvenir político y se presume en redes sociales como si fuera un trofeo
personal. Y mientras tanto, el verdadero recinto que guarda —o que debía
guardar— la memoria civil del país, se cae a pedazos. Literalmente.
Durante décadas, los oficiales mayores del Registro
Civil de Veracruz solían mostrar, con justificado orgullo, a los visitantes
distinguidos al puerto, el libro donde quedó asentado el primer registro de
nacimiento en México: el acta de Jerónima Juárez, hija del presidente Benito
Juárez. No era un gesto banal. Ese documento simboliza el nacimiento de la
institucionalidad civil en la República, uno de los pilares de las Leyes de
Reforma que el propio Juárez promulgó durante su estancia en el puerto.
Ese libro —el primero, el fundacional, el que
debiera resguardarse bajo estrictas medidas técnicas y legales de seguridad— no
es propiedad emocional de nadie, sino patrimonio histórico de todos. Es un
bien documental del Estado mexicano. Su administración no admite ocurrencias,
caprichos ni gestos de gratitud política.
Por eso resulta inadmisible, por decir lo menos,
que la gobernadora Rocío Nahle haya decidido regalar ese acervo a la
presidenta Claudia Sheinbaum como si se tratara de una artesanía local. Más
grave aún: que lo haya hecho en un evento público, posando con orgullo ante la
cámara, como si la imagen de la entrega fuese un gran logro de gestión y no una
flagrante violación al deber de custodia del patrimonio documental.
Mientras tanto, frente al viejo Faro de Reforma
—símbolo del constitucionalismo liberal y testigo de la firma de las Leyes de
Reforma—, el edificio agoniza. Paredes manchadas, techos desprendiéndose,
documentos deteriorándose, instalaciones obsoletas. Un escenario que ofende la
memoria de Juárez y ridiculiza el discurso oficial de “preservación histórica”.
Lo que debería ser un santuario cívico hoy parece más un almacén descuidado, de
esos que apenas sobreviven sin presupuesto, sin vigilancia y sin voluntad
política.
La ironía es tan grosera que raya en la burla: se
inaugura una casa museo “del Benemérito de las Américas” al mismo tiempo que el
inmueble donde se materializó una de sus reformas más trascendentales se
encuentra en ruina absoluta. Una simulación de homenaje que, en el fondo,
encubre la indiferencia institucional ante lo verdaderamente relevante.
Y por si fuera poco, el Instituto Nacional de
Antropología e Historia —ese que antes protestaba por cualquier movimiento
indebido de una piedra, un archivo o una réplica de museo— hoy guarda un
silencio que solo puede calificarse como cómplice. “Calla como momia”, dirían
algunos. Y cuando las instituciones que deberían proteger el patrimonio
histórico deciden mirar hacia otro lado, la historia deja de pertenecer a la
nación y comienza a ser botín del poder.
Lo ocurrido no es un mero error administrativo; es
un mensaje político: la historia puede usarse, regalarse y presumirse. Y
si para ello hay que desmantelar la memoria cívica del país, que así sea.
Pero la ciudadanía no está obligada a aceptar esa
narrativa. La defensa del patrimonio no es un capricho de eruditos: es la
defensa de nuestra identidad, de la legalidad y del respeto a las instituciones
republicanas. Lo que se exige hoy es simple: devolver el libro a su lugar,
rescatar el edificio histórico y recordar que el poder no otorga derecho de
propiedad sobre la memoria nacional.
Porque la historia no se obsequia. Se custodia.
Se respeta. Se protege.
