Por Miguel Ángel Cristiani G.
Dicen que las peores tormentas no son las que caen del cielo, sino las que
se desatan cuando el dinero público se reparte sin vigilancia. Y en Veracruz, esa
advertencia vuelve a tener sentido. El anuncio de la gobernadora Rocío Nahle
García de destinar entre ocho y diez mil millones de pesos para la
reconstrucción de infraestructura carretera, tras la devastación por lluvias en
la zona norte, no solo revela la magnitud del desastre natural, sino también la
magnitud de la tentación política y económica que se avecina.
No hay duda: la tragedia fue real. Más de 35 personas perdieron la vida y
comunidades enteras quedaron incomunicadas. Los ríos desbordados arrasaron
caminos, puentes y esperanzas. La gobernadora lo ha dicho con razón: fue la
contingencia más grave en los últimos cincuenta años. Pero la historia reciente
de Veracruz nos obliga a preguntarnos, con toda seriedad y sin ingenuidad:
¿será esta reconstrucción una oportunidad para levantar al estado… o un nuevo
negocio para los de siempre?
Porque si algo nos enseñó la experiencia de los gobiernos pasados —y no hay
que ir muy lejos, basta recordar los años del duartismo— es que las emergencias
han sido el terreno fértil de los contratos opacos, las empresas fantasma y los
prestanombres de funcionarios. La desgracia ajena se convirtió, demasiadas
veces, en fuente de riqueza para unos cuantos. Los nombres cambian, los
partidos también; lo que no cambia es el modus operandi del saqueo cuando el
dinero fluye sin contrapesos.
Por eso, cuando escuchamos que se invertirán hasta 10 mil millones
de pesos exclusivamente en carreteras, uno no puede sino pensar en lo
que ese dinero representa: una mina de oro para constructoras, proveedores y
contratistas con vínculos políticos. Y más aún cuando la propia gobernadora
aclara que esos recursos no contemplan la rehabilitación de escuelas ni
hospitales —rubros que, dicho sea de paso, también quedaron en ruinas. ¿Qué
prioridad es esa, que pone primero el asfalto antes que las aulas y las
clínicas?
En teoría, la reconstrucción carretera es indispensable. Veracruz tiene más
de 22 mil kilómetros de vías, muchas de ellas en condiciones deplorables aun
antes de la tormenta. Pero el problema no es la obra pública, sino su
administración. ¿Quiénes serán los beneficiarios de esos contratos? ¿Bajo qué
criterios se asignarán? ¿Habrá licitaciones transparentes o adjudicaciones
directas “por emergencia”? La línea entre la urgencia legítima y el abuso de
poder es, en este país, peligrosamente delgada.
Ya lo vimos con los fondos federales de desastres —el extinto FONDEN—, donde
las reglas de operación se flexibilizaban tanto que se abrían las puertas al
dispendio. Hoy, con un esquema estatal más discrecional, el riesgo es mayor. Y
lo cierto es que el gobierno de Nahle, recién estrenado y aún en proceso de
consolidación política, no puede darse el lujo de repetir los errores que
hundieron a sus antecesores.
El discurso de “reconstrucción” puede sonar noble, pero la historia muestra
que muchas veces fue la antesala del reparto de contratos entre amigos del
poder. Veracruz ha sido, por décadas, un laboratorio de la corrupción en obra
pública: carreteras que se terminan en papel, puentes inaugurados dos veces,
caminos que se desmoronan al primer aguacero. La memoria del veracruzano no
olvida los nombres de empresas fantasmas que cobraron millones sin mover una
piedra.
Por eso, la sociedad civil y los medios deben mantener los ojos abiertos. Mucho
ojo —como decía un viejo lema de campaña— con las empresas contratadas,
con los prestanombres que aparecen de pronto como “emprendedores”, con los
consorcios que cambian de razón social para borrar su pasado. No se trata de
sospechar por deporte, sino de ejercer la vigilancia ciudadana que la
democracia exige.
El Congreso local, por su parte, tiene la obligación moral y política de
exigir rendición de cuentas desde el primer peso invertido. La Ley de Obras
Públicas del Estado establece mecanismos de transparencia que rara vez se
cumplen. No bastan los informes trimestrales: hacen falta auditorías
independientes, padrones públicos de contratistas y supervisión social real. Y
eso debería de aplicar a todas las dependencias. Si la gobernadora quiere
demostrar que su administración es distinta, ese es el camino: no el del
cemento, sino el de la confianza.
El desastre natural pasará. Las lluvias cesarán, los caminos se abrirán de
nuevo. Pero si el dinero se desvía, si la reconstrucción se convierte en botín
político, entonces el verdadero desastre será moral y duradero. Veracruz no
necesita más carreteras con nombre de políticos, sino instituciones con nombre
limpio.
Al final, la pregunta es simple pero crucial: ¿quién reconstruirá a
Veracruz, si el dinero para reconstruirlo vuelve a perderse entre sombras? La
respuesta dependerá de la vigilancia, la ética y la memoria colectiva. Porque
solo un pueblo que no olvida puede impedir que lo vuelvan a inundar —no de
agua, sino de corrupción.
