Cuando la austeridad toca la
seguridad presidencial
Por Miguel Ángel Cristiani
Hay hechos que, por sí solos, retratan mejor que cualquier discurso la
precariedad del poder. El intento de agresión que sufrió la presidenta Claudia
Sheinbaum no sólo es un episodio bochornoso; es una alarma encendida en medio
del espejismo de “cercanía con el pueblo” que este gobierno presume como
virtud. Lo ocurrido no tiene justificación ni debe minimizarse: revela una
grave falla institucional y un preocupante vacío legal en el entorno inmediato
de quien ostenta el cargo más alto del país.
La escena —una persona que logra acercarse a la Presidenta, tocarla sin
autorización y salir del cuadro como si nada— exhibe la fragilidad del sistema
de seguridad presidencial. Y más que un incidente aislado, se trata de un
síntoma. Porque la seguridad, igual que la autoridad, no se improvisa. Se
construye con profesionalismo, protocolos y responsabilidad de Estado.
Durante décadas, el Estado Mayor Presidencial —ese que hoy se usa como ejemplo
del “pasado corrupto”— garantizó que la investidura presidencial no fuera
vulnerada. No se trataba de privilegios monárquicos ni de aislar al mandatario
del pueblo. Era, sencillamente, la aplicación de un principio básico: proteger
la integridad física de quien concentra decisiones que afectan a toda la
nación. En aquellos tiempos, la logística, los anillos de seguridad y la
coordinación interinstitucional funcionaban como relojería. Hoy, en cambio, se
confunde austeridad con descuido, y cercanía con desprotección.
Lo ocurrido con Sheinbaum, más allá del escándalo mediático, revela que los
funcionarios encargados de su custodia no tienen claro el marco legal ni
operativo bajo el cual deben actuar. El agresor —porque así debe llamársele—
debió ser detenido en el acto. No era una simple falta administrativa, sino un
delito tipificado en el Código Penal Federal: abuso sexual en flagrancia.
Cualquier ciudadano que haya sido víctima de un tocamiento indebido lo sabe
bien. No se trata de política, sino de justicia elemental.
Resulta preocupante que, incluso en Palacio Nacional, nadie supiera cómo
proceder. ¿Dónde quedó la preparación, la reacción inmediata, la capacidad de
contención? Si el entorno presidencial no entiende los límites entre la
espontaneidad del contacto ciudadano y la seguridad de Estado, el país entero
queda expuesto a la improvisación. Y eso, en el contexto de violencia,
polarización y crispación social que vivimos, es jugar con fuego.
Por supuesto, hay quien justificará el incidente como parte del estilo
“cercano” de la mandataria. Que “ella camina entre el pueblo”, que “no se
esconde detrás de vallas ni guardaespaldas”. Pero gobernar no es un acto de fe,
sino de responsabilidad. Y la responsabilidad implica prever riesgos, proteger
la integridad de las instituciones y no confundir populismo con vulnerabilidad.
La seguridad presidencial no es un lujo ni una concesión elitista: es una
obligación del Estado mexicano.
La historia reciente ofrece ejemplos de sobra. Desde Luis Donaldo Colosio
hasta Enrique Peña Nieto, los mecanismos de seguridad se ajustaron con base en
lecciones duras, a veces trágicas. Desmantelar el Estado Mayor pudo tener una
intención política simbólica —romper con los viejos usos del poder—, pero el
costo de esa decisión hoy se hace evidente: un vacío operativo que ni la
Guardia Nacional ni la improvisación pueden llenar.
El mensaje que deja este episodio es doble. Por un lado, que la investidura
presidencial se ha banalizado al punto de que cualquiera puede vulnerarla sin
consecuencias inmediatas. Y por otro, que el propio gobierno parece más
preocupado por cuidar la narrativa que por asumir la gravedad del hecho. No se
trata de blindar a la Presidenta con muros ni de devolver los privilegios del
viejo régimen. Se trata, sencillamente, de actuar con sentido de Estado y de
respetar la ley, empezando por quienes la encarnan.
Si algo debería dejar claro este episodio es que la seguridad no admite
romanticismos. Que la austeridad no puede convertirse en coartada para el
desorden. Y que proteger a la Presidenta no es proteger a la persona, sino a la
institución que representa.
De eso trata gobernar con responsabilidad: de no exponer al país —ni a su
mandataria— a los riesgos de la improvisación disfrazada de cercanía. Porque
cuando la austeridad toca la seguridad presidencial, lo que peligra no es sólo
la integridad de una mujer, sino la del Estado mismo.
