Por Miguel Ángel Cristiani G.
En
Veracruz solemos derribar la historia a pico y pala, para después lamentarnos
con lágrimas de turista de ocasión. Ocurrió con la llamada Puerta del Mar,
el verdadero umbral de México durante más de tres siglos, y que hoy sobrevive
apenas en los relatos de cronistas y en la nostalgia de quienes saben que, por
ese arco demolido hace un siglo, entraron y salieron las raíces de nuestro
mestizaje, nuestra economía y buena parte de nuestra cultura.
Lo
recordaba en una entrevista de café el exgobernador Javier Duarte de Ochoa,
aquel jueves 22 de mayo de 2014 en la Parroquia, cuando entre tazas y
adulaciones aseguró que la reconstrucción de la puerta estaba contemplada en el
proyecto de rescate del centro histórico. Como suele ocurrir con los políticos
que prometen el oro y nos dejan el lodo, la obra nunca se hizo. Y no porque no
hubiera recursos, sino porque no hubo visión.
La Puerta
del Mar no era un simple arco de piedra: era la boca por la que México
respiraba. Desde la época colonial hasta el porfiriato, por ahí ingresaron
colonizadores, comerciantes, campesinos, exiliados, arquitectos, artistas y
aventureros. Por ahí llegaron los insumos para levantar iglesias, haciendas,
fábricas y escuelas; por ahí salieron las mercancías que tejieron la economía
con Europa, África y América del Sur.
Si España
presume la Puerta de Alcalá, y París reverencia su Arco del Triunfo, Veracruz
tuvo la suya: la Puerta de México, testigo del tráfico humano y material
que moldeó nuestra nación. Pero en 1902, durante la ampliación del puerto, se
decidió derribarla. El progreso, nos dijeron, exigía arrasar con la memoria.
Hoy
apenas quedan crónicas y bocetos, como los que describe el investigador Mario
Jesús Gaspar Cobarrubias en su reportaje de 1916, donde ubica con precisión el
sitio: anexa al edificio de la Contaduría del Rey, entre el convento de San
Francisco y la muralla que más tarde sería la Plazuela del Muelle. Frente a ese
arco desembarcaban los barcos que venían de La Habana, de Cádiz, de Nueva
Orleans. Era la verdadera aduana del país.
En
Veracruz somos expertos en desperdiciar símbolos. En otros países, con una
simple piedra levantan museos, rutas turísticas y hasta discursos de identidad
nacional. Aquí, teniendo un icono histórico de primer orden, preferimos dejarlo
en el olvido, mientras se gastan millones en remodelaciones cosméticas del
malecón o en proyectos que nadie entiende.
La
reconstrucción de la Puerta del Mar no sería un simple capricho nostálgico.
Sería recuperar un pedazo de historia tangible, un atractivo turístico de
primer nivel y un símbolo de orgullo para la ciudad más antigua de México
continental. ¿Acaso no lo merece el puerto que abrió las venas de todo un
continente?
El
turismo histórico no se inventa con espectáculos de luces ni con esculturas de
plástico: se sostiene con memoria, con autenticidad. Y la Puerta del Mar tiene
ambas cualidades.
Mientras
en Madrid se canta con devoción “Mírala, mírala, la Puerta de Alcalá, viendo
pasar el tiempo”, en Veracruz tenemos que conformarnos con mirar fotografías
borrosas y escuchar anécdotas de abuelos. Lo nuestro fue ver pasar la piqueta,
no la historia.
Paradójicamente,
las autoridades han invertido fortunas en proyectos de rescate urbano, pero
ninguna ha tenido la determinación de rescatar ese símbolo. Duarte lo anunció,
como tantos otros anuncios que se quedaron en humo. Sus sucesores tampoco lo
retomaron. Y así seguimos, con un puerto cada vez más modernizado en
infraestructura, pero más empobrecido en identidad.
No se
trata de idealizar el pasado ni de construir réplicas huecas como si fueran
escenarios de telenovela. Se trata de reconstruir, con rigor histórico y
arquitectónico, un monumento que devuelva al puerto su carácter de “Puerta de
México”. No como ornamento, sino como lección viva para las nuevas
generaciones.
Hoy que
se destinan miles de millones de pesos a la ampliación del puerto, ¿qué impide
reservar una mínima fracción para rescatar este símbolo? Con voluntad política,
el proyecto podría ser una realidad y convertirse en un atractivo cultural de
alcance internacional.
Veracruz
no puede seguir siendo el lugar donde se pierden las huellas del tiempo. La Puerta
del Mar es mucho más que piedras viejas: es la memoria de quienes llegaron
buscando futuro, es la evidencia de que este país siempre ha sido tierra de
encuentro y mestizaje.
Reconstruirla
no resolverá los problemas de pobreza, inseguridad o corrupción que nos
aquejan. Pero sería un acto de dignidad colectiva: la señal de que en esta
tierra no todo se borra, no todo se arrasa. Que aún sabemos reconocer y honrar
nuestras raíces.
De lo
contrario, seguiremos siendo el país que entierra su memoria bajo el concreto,
mientras espera a que el turismo llegue a sacarnos la foto. Y la historia, ya
lo sabemos, no perdona el olvido.
