Por Miguel Ángel Cristiani
Ni en los mejores tiempos del PRI —cuando la
maquinaria política funcionaba como reloj suizo— se había visto un espectáculo
tan pulido, tan ensayado y tan calculado como el que protagonizó la presidenta
Claudia Sheinbaum en Veracruz, durante lo que se llamó su primer informe de gobierno en el estado.
Lo ocurrido el pasado fin de semana no fue
casualidad: se trató de un acto de poder, de propaganda y de control político
al más viejo estilo priista, pero con el sello de Morena, que ahora se erige
como el heredero —y en algunos aspectos, el perfeccionador— de aquellas
prácticas que tanto criticaron en campaña.
Nuevamente se volvió a mencionar la frase política del exgobernador priista Fidel Herrera Beltrán que durante todo su sexenio proclamaba “Vamos Bien y
Viene lo Mejor” solo que para disimular ahora se dice Vamos Bien y vamos a
estar mejor.
La cita no fue en el Centro de Convenciones de Boca del Río, como se había
pensado en un inicio, porque la sede se quedaba chica. Hubo que llevar el
evento al estadio de béisbol Beto Ávila, que se convirtió en un gigantesco foro
de aclamación presidencial. El traslado no fue por logística, sino por
necesidad: había que dar cabida a la masa de seguidores, simpatizantes y, por
supuesto, a los acarreados, que tuvieron que soportar el asfixiante calor del
sol en la cancha de juego.
Porque si algo no faltó fueron los camiones
repletos de ciudadanos movilizados desde todos los municipios gobernados por
Morena. La operación política no se conformó con los recursos locales: llegaron
autobuses de estados vecinos, hasta de Campeche, estacionados frente al World
Trade Center de Boca del Río. Una postal que recordaba a las concentraciones
del viejo PRI, cuando la consigna era clara: llenar,
aplaudir y vitorear.
El detalle pintoresco es que, al celebrarse en
domingo, ya no fue necesario decretar día de descanso obligatorio —como se
hacía en los tiempos de la presidencia imperial— para garantizar la asistencia
masiva. La marea humana llegó puntualmente, con anticipación, ocupando hoteles
cercanos para pernoctar en la antesala del espectáculo político.
El discurso presidencial tuvo dos tramos. Primero, el obligado homenaje a
los supuestos logros de la Cuarta Transformación: un catálogo de éxitos que,
como suele ocurrir en este tipo de informes, brillaron más en las palabras que
en la realidad.
Después, las cifras: más de dos millones de
veracruzanos —según se dijo— han recibido beneficios de los programas sociales.
Una cantidad que, sin duda, impacta en términos de política electoral, aunque
deja en segundo plano la gran pregunta: ¿Qué obras de infraestructura, qué
inversiones de largo plazo, qué acciones de desarrollo se han materializado en
Veracruz durante el primer año de gobierno? La respuesta, simple y lapidaria,
es ninguna de relevancia.
El informe fue, en el fondo, un acto de
proselitismo. Una pieza más de la gira nacional con la que la presidenta busca
consolidar su imagen, mantener movilizada a su base y mandar un mensaje de
unidad en torno a su figura.
Vale la pena hacer memoria. Durante décadas, el PRI perfeccionó la liturgia
del poder: cada visita presidencial era un ritual en el que se desplegaban
recursos, acarreados y discursos huecos que presentaban un país ideal, ajeno a
la realidad cotidiana de los ciudadanos.
Hoy, Morena repite el libreto con disciplina y
eficacia. Con un ingrediente adicional: el respaldo de los programas sociales,
que operan como un mecanismo directo de legitimación política. El clientelismo
que antes se disfrazaba con promesas de futuro, ahora se viste de
transferencias inmediatas de dinero.
La paradoja es evidente: los mismos que
denunciaron el pasado autoritario del PRI, los que se erigieron en cruzados
contra las viejas prácticas, son ahora sus más entusiastas continuadores.
El estado de Veracruz no es una escala cualquiera en esta gira. Es un
territorio estratégico, con una población numerosa, una historia política
agitada y una larga tradición de movilización. No es casual que aquí se haya
montado uno de los eventos más grandes, ni que el mensaje se haya dirigido con
especial énfasis a los beneficiarios de los programas sociales.
La apuesta es clara: mantener a Veracruz en el
mapa de la lealtad electoral, pese a la ausencia de obras de infraestructura,
pese a los pendientes en materia de seguridad, salud y empleo. El recurso es el
mismo de antaño: pan y circo, discursos y dádivas.
Lo ocurrido en Boca del Río deja al descubierto la verdadera naturaleza de
la política mexicana contemporánea: no importa quién gobierne ni bajo qué
bandera partidista, la tentación de repetir las viejas fórmulas es demasiado
grande. El acarreo, la movilización, el culto a la personalidad y el uso
electoral de los programas sociales siguen siendo la columna vertebral del
poder.
Por eso, la frase con la que muchos asistentes
resumieron el evento no puede ser más certera: ni en los mejores tiempos del PRI. Y sin embargo, lo que
ayer se condenaba como símbolo de un régimen autoritario, hoy se celebra como
prueba de fortaleza política.
El riesgo es claro: que la democracia
mexicana, en lugar de avanzar hacia instituciones sólidas, se estanque en la
nostalgia de los viejos rituales. Y que la ciudadanía, lejos de ser sujeto
crítico y activo, se conforme con ser espectadora —y aplaudidora— de un
espectáculo que, al final, es el mismo de siempre.