Por Miguel Ángel Cristiani
¿Se han dado cuenta de que el llamado “Segundo Piso” de la Cuarta
Transformación comienza a parecerse demasiado a aquello que juró combatir?
Basta ver los templetes, las conferencias, los logotipos y la propaganda: el
guinda de Morena, ese color que pretendía diferenciar a un movimiento de los
“viejos partidos”, se desvanece. Ahora domina el blanco, y ya nada más falta
que le agreguen el rojo y el verde para completar la escenografía priista que
tanto despreciaron. El discurso de ruptura se diluye, y la puesta en escena
recuerda cada vez más a los rituales del sistema que decían haber enterrado.
No es exageración, es una transformación de imagen cargada de simbolismo. En
política, los colores y la estética nunca son casuales. El escenario blanco,
pulcro, neutral, busca transmitir institucionalidad y gobierno “para todos”,
como si el guinda resultara demasiado partidista para sostener el nuevo
proyecto presidencial. La paradoja es que, en ese viraje cromático, la 4T se
aproxima a las formas del viejo PRI, al que acusó durante años de hegemonía y
manipulación simbólica. La metamorfosis huele más a síndrome de Estocolmo que a
convicción ideológica.
El término no es gratuito. El síndrome de Estocolmo describe el fenómeno en
que la víctima termina adoptando los gestos, valores o códigos del victimario.
¿No es eso lo que estamos viendo? Una izquierda que se dice renovadora, pero
que adopta los modos de la política que criticó con saña: culto a la
personalidad, propaganda masiva, uniformidad estética y un aparato de
comunicación cada vez más centralizado.
La historia mexicana no carece de ejemplos. En Veracruz, por citar un caso,
se construyó desde tiempos de Fidel Herrera una filosofía política llamada “La
Fidelidad”. Herrera la presentó como una manera de pensar, no como dogma, ni
principio inamovible, sino como una “actitud de servicio permanente”. Más allá
del envoltorio discursivo, la Fidelidad terminó siendo un sello de grupo, un
modo de cohesión política y de administración pública que permitió modificar
planes de desarrollo “en mejora continua” y mantener un círculo de lealtades
férreas.
El propio Fidel Herrera presumía que esa “estructura abierta” había
permitido índices de aprobación superiores al 90% y logros fiscales de gran
impacto, como aumentos del 51.9% en el impuesto sobre nóminas y 42% en la
tenencia. Pero detrás de las cifras, lo importante era el método: centralizar
el poder, mantener un círculo de confianza compacto y vender la idea de un
proyecto flexible, adaptable, que se legitimaba no por instituciones sólidas,
sino por el liderazgo carismático del gobernador.
¿No es lo mismo que estamos presenciando ahora con el Segundo Piso de la 4T?
La narrativa de cambio se ha transformado en un discurso de continuidad
maquillado. La promesa de acabar con los vicios del pasado se diluye en un
esquema que recicla viejas prácticas con nuevos nombres. La “Fidelidad” se
viste hoy de “Transformación”, pero en el fondo responde a la misma lógica: un
grupo compacto de operadores, jóvenes formados en ciencia política y
administración pública, que diseñan planes de desarrollo maleables, siempre
justificando ajustes como parte de una “mejora continua”.
El problema no es la flexibilidad en sí —porque un plan de gobierno debe
ajustarse a la realidad—, sino la simulación. El relato oficial convierte la
improvisación en virtud, el pragmatismo en filosofía y la lealtad en sustituto
de la institucionalidad. Así, lo que debería ser una política de Estado termina
reducida a una estrategia de grupo.
El cambio de colores, de símbolos y de retórica no es trivial. Representa un
viraje hacia la institucionalización de un movimiento que decía ser
antisistémico. El riesgo es que la ciudadanía, acostumbrada ya al hartazgo de
décadas de simulación, identifique en estas prácticas no un avance, sino una
regresión. La 4T corre el peligro de convertirse en lo que más criticó: un
aparato que normaliza el poder centralizado, que repite los rituales del viejo
PRI y que administra el desencanto como si fuera legitimidad.
La memoria histórica debería servirnos de advertencia. Cada vez que un
proyecto político ha pretendido reinventar el país con símbolos y discursos
novedosos, termina cediendo a las inercias del sistema que juraba combatir. La
“Fidelidad” de Herrera, el “Solidarismo” de Salinas, el “Cambio” de Fox, todos
compartieron la misma trayectoria: un arranque disruptivo y un desenlace
adaptado a las viejas formas del poder.
Por eso el ciudadano no debe quedarse en la contemplación estética del
guinda que se transforma en blanco, sino preguntarse qué hay detrás de ese
maquillaje. ¿Un gobierno que verdaderamente se abre al pluralismo y a la
inclusión? ¿O un movimiento que, atrapado en el síndrome de Estocolmo, se
mimetiza con los ritos del poder que prometió derrumbar?
La respuesta aún está en construcción, pero el indicio es claro: cuando un
gobierno adopta las formas del pasado, corre el riesgo de repetir también sus
errores. La transformación, para ser verdadera, no puede ser solo de discurso
ni de color. Necesita ser de fondo: de instituciones, de prácticas, de
rendición de cuentas. De lo contrario, la historia volverá a repetirse como
farsa, pintada de blanco, con guinda en los márgenes, y con el eco del viejo
PRI rondando los pasillos del poder.
