El girasol y la democracia: la matemática secreta de la naturaleza
Por Miguel Ángel Cristiani
Aunque acaba de finalizar la temporada de cultivos en los Campos de
Girasoles en el municipio de Rafael Lucio, Veracruz a 30 minutos de Xalapa, a
nueve kilómetros de la capital, en la comunidad de Teapan, San miguel Arcángel
se encuentra el sitio llamado “Girasoles Del Bosque” que dura todo el mes de
agosto, y todavía alcanzamos a visitarlo el último domingo de la temporada.
Es una experiencia muy grata estar en el campo de flores hasta donde alcanza
a ver la vista.
Se ha convertido en un atractivo turístico para las familias que acuden a
tomarse fotografías, para sentirse dentro de un cuadro de pinturas de Vicent
Van Gogh.
Casi todo el camino para llegar está pavimentado, pero en la parte final hay
que caminar varios kilómetros en las piedras.
Un dato muy interesante ¿Quién hubiera imaginado que un humilde girasol, ese que solemos ver crecer a la orilla de los caminos o en los jardines campesinos, encierra en su centro un orden matemático que ni las burocracias más refinadas ni los congresos más engolados logran reproducir? El secreto no es otro que la sucesión de Fibonacci, una serie de números que aparece como una huella digital de la naturaleza, recordándonos que el caos aparente siempre esconde un orden profundo.
Lo fascinante del girasol no es solamente su belleza evidente —esa corona
amarilla que sigue al sol con paciencia heliotrópica—, sino la inteligencia
silenciosa con la que organiza sus semillas en espirales perfectas: 21 y 34, 34
y 55, y así hasta el infinito. No hay huecos, no hay desperdicio: cada semilla
tiene su lugar, su espacio, su acceso a la luz y al alimento. Una lección de
eficiencia y equilibrio que, si la aplicáramos a la política, nos ahorraríamos
mucho circo y tanto abuso de poder disfrazado de democracia.
La sucesión de Fibonacci no es un capricho: es la estrategia que la
naturaleza encontró para crecer con armonía. Está en las conchas marinas, en
las piñas, en los caracoles, en las galaxias. Y, por supuesto, en el girasol.
Lo que a primera vista parece azaroso se convierte, al observar con cuidado, en
un diseño impecable, un modelo de organización que maximiza los recursos y
garantiza la supervivencia de la especie.
En el centro del girasol hay una lógica que ningún partido político ni
aparato burocrático podría imitar: todos los elementos cuentan, ninguno queda
fuera, ninguno acapara más de lo que le corresponde. Es decir: la naturaleza
aplica la justicia distributiva con una precisión que debería avergonzar a
quienes desde el poder reparten programas sociales como si fueran migajas, y no
derechos universales.
Si un girasol distribuye sus semillas con un orden que permite el
crecimiento de todas, ¿por qué no exigir que nuestras instituciones hagan lo
mismo con los recursos públicos? El presupuesto de un país debería ser un
girasol: organizado, justo, pensado para que cada ciudadano reciba lo necesario
para florecer. No, no para engordar clientelas políticas ni para enriquecer a
unos cuantos “iluminados” que creen que la patria cabe en sus bolsillos.
El patrón de Fibonacci en el girasol es la prueba de que la naturaleza
encontró un equilibrio entre la belleza y la eficiencia. En cambio, la política
mexicana —y lo digo con los años de oficio que me permiten hablar sin miedo—
suele optar por la fealdad de la improvisación y la ineficiencia de la
ocurrencia. Ahí están las obras faraónicas inconclusas, los presupuestos
inflados, las decisiones que no siguen más lógica que la del capricho.
No es casual que matemáticos, filósofos y artistas se hayan fascinado
durante siglos con Fibonacci y su famosa secuencia. Desde los constructores de
catedrales hasta los pintores del Renacimiento entendieron que el número áureo,
derivado de esta sucesión, era una especie de llave maestra para construir con
proporción y armonía.
La política, en cambio, parece empeñada en ignorar que todo proyecto que no
se sustenta en un orden profundo, en una lógica que beneficie al conjunto,
termina por derrumbarse. Lo hemos visto en la historia de México: centralismos
autoritarios que prometieron estabilidad, pero que acabaron colapsando por su
propia soberbia; democracias “de membrete” que en realidad eran mecanismos de
control; gobiernos que confundieron mayorías con unanimidades serviles.
El girasol nos enseña que lo simple encierra inteligencia. Que la belleza no
está en el adorno superficial, sino en la eficiencia con la que se distribuye
la vida. Que el verdadero progreso no se mide en megaproyectos ni en discursos
grandilocuentes, sino en la capacidad de garantizar que todos tengan un lugar
bajo el sol.
Así, la sucesión de Fibonacci en el girasol no es solo un dato curioso de
divulgación científica: es una metáfora del orden que necesitamos como
sociedad. Un recordatorio de que la naturaleza, con su aparente silencio, nos
grita verdades que los políticos prefieren ignorar: que no hay democracia si no
hay justicia distributiva, que no hay desarrollo si unos crecen a costa del
ahogo de otros, que no hay futuro si no aprendemos a organizarnos con lógica y
con ética.
Si la naturaleza logra organizar millones de semillas sin desperdicio, ¿Qué
excusa nos queda a los humanos para no distribuir con justicia el presupuesto,
el poder y las oportunidades? ¿Por qué aceptar que unos cuantos acumulen lo que
a la mayoría se le niega? El girasol no conoce de partidos, de colores ni de
lealtades ciegas: su único compromiso es con la vida.
Ese debería ser también el compromiso de toda democracia que merezca tal
nombre. Porque, como enseña el girasol, la belleza y la eficiencia solo son
posibles cuando todos tienen un lugar en la espiral de la vida.
















