Sin tacto
Por Sergio González Levet
Ya he relatado aquí el problema que enfrenta un ciudadano al que he nombrado el Señor K como un homenaje mínimo (“minimísimo”, diría, si se valiera el doble superlativo) al otro Señor K, el de Praga, que hizo inmortal el gran Franz.
Conté cómo nuestro pobre protagonista llegó a vivir a un fraccionamiento de lujillo, en el que tuvieron cabida también algunos individuos que no conocen las leyes de la convivencia pacífica entre vecinos.
El Señor K lleva meses intentando dialogar con el Señor D, un tipo intransigente que mantiene en su cochera a un perro de cacería, que hace un ruido infernal todos los días porque no es la condición de su raza permanecer encerrado en un corto espacio lleno de humo y sin poder salir a capturar animales silvestres, que es la "raison d'être” de esta especie.
Durante la semana el Señor K estuvo cavilando y bordó una idea que le proporcionó alguna esperanza de solucionar el tremendo ruido de ladridos que tenía arruinada su vida familiar y su salud neurológica (un interista le diagnosticó un Trastorno de Ansiedad Generalizada y le indicó calma y silencio como el mejor tratamiento para su mal).
Como vio que era imposible establecer un diálogo con el vecino atrabiliario, se le ocurrió que podría mejor hablar ¡con el perro! Tal vez el noble aunque ensordecedor can podría entender mejor las razones del Señor K y estaría de acuerdo en dejar de hacer los sonidos descomunales que hacían retemblar (como en el himno) las paredes de la casa de enfrente.
Debo aclarar aquí que el Señor K había desarrollado la capacidad de hablar con los animales, en especial con los perros y los ruiseñores. Después de algunos esfuerzos para comunicarse con el mundo de los supuestamente irracionales, se dio cuenta de que si evitaba hablar de croquetas y de cubetas de agua fría, los perros terminaban por aceptar la comunicación. Es evidente que los amigos del hombre no “hablaban” ciertamente, pero nuestro héroe había aprendido a entender ciertas miradas y algunos gruñidos y podía traducirlos a enunciados perfectamente entendibles.
Así que el Señor K salió de su casa y atravesó la rúa hasta la cochera del Señor D.
—Buenos días, Señor Perro —le dijo comedidamente a su ruidoso vecino animal—, quisiera platicar con usted para comentarle que sus ladridos producen un ruido que hace imposible cualquier estancia apacible en nuestro hogar. He platicado con su amo, el Señor D, pero no he obtenido una respuesta satisfactoria para solucionar este problema.
—Mire, Señor K —contestó el dogo—, he escuchado sus intentos de dialogar con mi amo y estoy de acuerdo con usted en que es imposible razonar con él y menos llegar a un acuerdo civilizado. Yo le podría decir que entiendo su punto y que de mi parte podría dejar de ladrar, pero si lo hago quedaría más enfermo de los nervios que usted, porque el ruido que hago es lo único que me permite desfogarme y seguir viviendo esta vida de perros, encerrado en un diminuto lugar desde el que veo pasar a muchos congéneres y envidiando que ellos puedan correr y respirar aire puro.
El Señor K no tuvo más remedio que regresar resignado a su hogar.
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