Por Miguel Ángel Cristiani
En tiempos donde la política se empeña en vendernos caos como si fuera
estrategia y capricho como si fuera destino, vale la pena levantar la mirada
hacia un campo de girasoles. No es poesía barata ni romanticismo de postal: es
un recordatorio brutal de que la naturaleza, en su aparente silencio, organiza
la vida con más inteligencia y justicia que cualquier congreso engolado o aparato
burocrático.
El girasol, ese humilde campesino que crece al borde de los caminos o en los
jardines familiares, encierra en su corazón un secreto que debería avergonzar a
más de un político: la sucesión de Fibonacci. Una serie matemática tan simple
como elegante, que la naturaleza adoptó para crecer con equilibrio y distribuir
sin desperdicio. Allí, en el centro de la flor, cada semilla tiene su lugar,
cada espiral cumple su función, cada elemento cuenta. Nadie sobra. Nadie
acapara.
Mientras en México seguimos atrapados en la trampa de presupuestos inflados,
programas sociales usados como carnada electoral y megaproyectos levantados a
la carrera, el girasol nos enseña que el verdadero progreso está en la
organización eficiente y justa. El patrón de Fibonacci —21 y 34, 34 y 55, hasta
el infinito— no deja huecos, no derrocha energía, no inventa privilegios:
asegura que todos tengan acceso a lo necesario para florecer.
¿No debería ser ese el modelo de nuestras instituciones? ¿Un presupuesto
nacional que distribuya con justicia, que maximice recursos, que piense en el
bienestar común y no en la clientela electoral? Si la naturaleza es capaz de
organizar millones de semillas sin desperdicio, ¿Qué excusa tienen los humanos
para convertir el erario en botín de unos cuantos?
La política mexicana ha estado marcada por el desprecio a cualquier orden
profundo. Centralismos autoritarios que confundieron estabilidad con obediencia
ciega; democracias de membrete que solo maquillaron el control del poder;
proyectos faraónicos que se derrumbaron por la soberbia de sus impulsores. Cada
sexenio parece empeñado en demostrar que lo improvisado es más rentable que lo
planificado, que el capricho tiene más peso que la lógica.
Ahí están las obras inconclusas, los trenes que no llegan, las refinerías
que no refinan, los presupuestos que se inflan como globos para después
pincharse en la realidad. Todo bajo el disfraz de la “voluntad popular”, cuando
en realidad se trata de decisiones tomadas sin orden ni ética, con la única
intención de engordar egos o clientelas.
El girasol, con su espiral perfecta, es metáfora de lo que debería ser la
democracia: un sistema en el que todos tengan un lugar, donde los recursos se
distribuyan con justicia, donde la vida se organice sin desperdicio ni abuso.
Pero en México la democracia sigue siendo, muchas veces, un membrete para
justificar abusos de poder y desigualdades estructurales.
No hay democracia si unos cuantos acumulan lo que a la mayoría se le niega.
No hay democracia si los derechos se administran como favores personales. No
hay democracia si la justicia distributiva no es el centro de las decisiones
públicas. El girasol no conoce de partidos, de colores ni de intereses de
grupo: su único compromiso es con la vida. ¿Por qué los políticos no asumen el
mismo compromiso con la ciudadanía?
Durante siglos, matemáticos, filósofos y artistas encontraron en Fibonacci y
en el número áureo la clave para construir con belleza y armonía: catedrales,
cuadros, esculturas, obras que todavía hoy nos maravillan. En contraste, la
política mexicana insiste en la fealdad de la improvisación, en la torpeza de
los proyectos sin lógica, en la brutalidad de las decisiones tomadas al calor
del capricho.
La naturaleza nos demuestra que el orden no es un lujo, sino condición de
supervivencia. Que la belleza está en la eficiencia y la justicia, no en los
adornos superficiales. Que todo proyecto que no respete la proporción y la
equidad está condenado a colapsar.
No se trata de idealizar al girasol como si fuera un oráculo, sino de
reconocer en él una metáfora poderosa. Si la vida encontró en la sucesión de
Fibonacci un modelo de organización armónica, ¿Qué
nos impide a nosotros
adoptar principios similares para la vida pública?
La respuesta es incómoda pero clara: soberbia, ambición y desprecio por el
bien común. Mientras la naturaleza distribuye con precisión, la política
reparte con mezquindad. Mientras el girasol asegura la vida de todas sus
semillas, los gobiernos concentran privilegios en unos pocos.
El girasol, con su matemática silenciosa, nos recuerda que el progreso
verdadero no se mide en discursos grandilocuentes ni en megaproyectos
inconclusos, sino en la capacidad de garantizar que todos tengan un lugar bajo
el sol. Esa es la lección que deberíamos aprender y aplicar.
Porque si la naturaleza puede organizarse con justicia, ¿Qué excusa nos
queda para seguir viviendo bajo el desorden, la arbitrariedad y el abuso
disfrazado de democracia?