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sábado, 13 de septiembre de 2025

El girasol y la democracia: la matemática secreta de la naturaleza parte 2

Por Miguel Ángel Cristiani

En tiempos donde la política se empeña en vendernos caos como si fuera estrategia y capricho como si fuera destino, vale la pena levantar la mirada hacia un campo de girasoles. No es poesía barata ni romanticismo de postal: es un recordatorio brutal de que la naturaleza, en su aparente silencio, organiza la vida con más inteligencia y justicia que cualquier congreso engolado o aparato burocrático.

El girasol, ese humilde campesino que crece al borde de los caminos o en los jardines familiares, encierra en su corazón un secreto que debería avergonzar a más de un político: la sucesión de Fibonacci. Una serie matemática tan simple como elegante, que la naturaleza adoptó para crecer con equilibrio y distribuir sin desperdicio. Allí, en el centro de la flor, cada semilla tiene su lugar, cada espiral cumple su función, cada elemento cuenta. Nadie sobra. Nadie acapara.

Mientras en México seguimos atrapados en la trampa de presupuestos inflados, programas sociales usados como carnada electoral y megaproyectos levantados a la carrera, el girasol nos enseña que el verdadero progreso está en la organización eficiente y justa. El patrón de Fibonacci —21 y 34, 34 y 55, hasta el infinito— no deja huecos, no derrocha energía, no inventa privilegios: asegura que todos tengan acceso a lo necesario para florecer.

¿No debería ser ese el modelo de nuestras instituciones? ¿Un presupuesto nacional que distribuya con justicia, que maximice recursos, que piense en el bienestar común y no en la clientela electoral? Si la naturaleza es capaz de organizar millones de semillas sin desperdicio, ¿Qué excusa tienen los humanos para convertir el erario en botín de unos cuantos?

La política mexicana ha estado marcada por el desprecio a cualquier orden profundo. Centralismos autoritarios que confundieron estabilidad con obediencia ciega; democracias de membrete que solo maquillaron el control del poder; proyectos faraónicos que se derrumbaron por la soberbia de sus impulsores. Cada sexenio parece empeñado en demostrar que lo improvisado es más rentable que lo planificado, que el capricho tiene más peso que la lógica.

Ahí están las obras inconclusas, los trenes que no llegan, las refinerías que no refinan, los presupuestos que se inflan como globos para después pincharse en la realidad. Todo bajo el disfraz de la “voluntad popular”, cuando en realidad se trata de decisiones tomadas sin orden ni ética, con la única intención de engordar egos o clientelas.

El girasol, con su espiral perfecta, es metáfora de lo que debería ser la democracia: un sistema en el que todos tengan un lugar, donde los recursos se distribuyan con justicia, donde la vida se organice sin desperdicio ni abuso. Pero en México la democracia sigue siendo, muchas veces, un membrete para justificar abusos de poder y desigualdades estructurales.

No hay democracia si unos cuantos acumulan lo que a la mayoría se le niega. No hay democracia si los derechos se administran como favores personales. No hay democracia si la justicia distributiva no es el centro de las decisiones públicas. El girasol no conoce de partidos, de colores ni de intereses de grupo: su único compromiso es con la vida. ¿Por qué los políticos no asumen el mismo compromiso con la ciudadanía?

Durante siglos, matemáticos, filósofos y artistas encontraron en Fibonacci y en el número áureo la clave para construir con belleza y armonía: catedrales, cuadros, esculturas, obras que todavía hoy nos maravillan. En contraste, la política mexicana insiste en la fealdad de la improvisación, en la torpeza de los proyectos sin lógica, en la brutalidad de las decisiones tomadas al calor del capricho.

La naturaleza nos demuestra que el orden no es un lujo, sino condición de supervivencia. Que la belleza está en la eficiencia y la justicia, no en los adornos superficiales. Que todo proyecto que no respete la proporción y la equidad está condenado a colapsar.

No se trata de idealizar al girasol como si fuera un oráculo, sino de reconocer en él una metáfora poderosa. Si la vida encontró en la sucesión de Fibonacci un modelo de organización armónica, ¿Qué
nos impide a nosotros adoptar principios similares para la vida pública?

La respuesta es incómoda pero clara: soberbia, ambición y desprecio por el bien común. Mientras la naturaleza distribuye con precisión, la política reparte con mezquindad. Mientras el girasol asegura la vida de todas sus semillas, los gobiernos concentran privilegios en unos pocos.

El girasol, con su matemática silenciosa, nos recuerda que el progreso verdadero no se mide en discursos grandilocuentes ni en megaproyectos inconclusos, sino en la capacidad de garantizar que todos tengan un lugar bajo el sol. Esa es la lección que deberíamos aprender y aplicar.

Porque si la naturaleza puede organizarse con justicia, ¿Qué excusa nos queda para seguir viviendo bajo el desorden, la arbitrariedad y el abuso disfrazado de democracia?