Por Miguel Ángel Cristiani G.
Hay símbolos que no se tocan. Y menos cuando
pertenecen a la memoria colectiva de un pueblo que bastante ha tenido que
batallar para conservar su identidad frente a gobiernos que confunden
patrimonio con utilería política. La reciente entrega del primer libro del
Registro Civil de México —el que contiene el acta de nacimiento de la hija de
Benito Juárez— por parte de la gobernadora Rocío Nahle a la presidenta Claudia
Sheinbaum, vuelve a poner sobre la mesa un viejo y grave problema: la ligereza
con la que algunos funcionarios tratan documentos que son, ni más ni menos, que
pedazos vivos de nuestra historia.
No se trata de una anécdota pintoresca. Se trata de
un acto que, de confirmarse, violaría la Ley 71 de Veracruz, que protege el
patrimonio documental del estado y establece, con toda claridad, que los
archivos administrativos e históricos no son propiedad personal de ningún
servidor público. Son bienes de la Nación, resguardados temporalmente por
instituciones que están obligadas a preservarlos, no a obsequiarlos como
souvenirs presidenciales.
La investigadora y académica Olivia Domínguez
—quien conoce el Archivo Histórico como pocos, porque lo dirigió y lo estudió
con rigor— lo dijo sin rodeos: la omisión es grave. Y tiene razón. Porque no es
suficiente una fotografía sonriente ni un acto público para legitimar la
transferencia de un documento que estuvo bajo custodia del Ayuntamiento de
Veracruz hasta 2018, cuando pasó al resguardo del Gobierno del Estado. Esa
transferencia debió quedar asentada en un instrumento jurídico que hoy,
misteriosamente, nadie ha mostrado.
Que el libro haya terminado en manos del Gobierno
Federal —suponiendo que efectivamente se formalizó ese movimiento— solo podría
hacerse mediante aprobación de la Legislatura de Veracruz. Así lo manda la ley.
No hay interpretación creativa posible. No hay espacio para la
“discrecionalidad”. No hay justificación política que valga.
Durante décadas, ese primer libro estuvo expuesto
en un capelo transparente dentro del edificio histórico de Juárez y Morelos.
Era un símbolo del orgullo veracruzano: aquí nació la primera institución civil
de México. Aquí empezó el registro moderno de las personas. Ese libro era —y
es— una pieza fundacional del derecho a la identidad.
Por eso sorprende, y preocupa, la opacidad. ¿Dónde
está el documento que acredita la cesión? ¿Quién autorizó la transferencia?
¿Bajo qué argumento legal se justificó que un bien documental —irreemplazable,
único, insustituible— saliera del estado? ¿En qué momento dejamos de entender
que la historia no se entrega, se preserva?
Los veracruzanos tienen derecho a exigir claridad.
Y las autoridades tienen la obligación de responder, no con discursos, sino con
documentos, fechas, firmas y procedimientos.
El patrimonio no se regala. No se improvisa. No se
politiza. La historia pertenece al pueblo, no a los gobiernos de turno.
Y si todavía hay dudas, si aún hay silencios, si
aún no aparecen los instrumentos legales que respalden este movimiento,
entonces lo que procede no es la defensa burocrática ni el enojo oficial, sino
la rectificación.
Porque lo verdaderamente imperdonable no sería
haber entregado el libro, sino permitir que, en Veracruz, la memoria se trate
como un accesorio más del poder.

























