Por Miguel Ángel Cristiani
En este país en donde lo excepcional es la transparencia y no la trampa, el
caso de la remodelación del Aquárium de Veracruz merece ser analizado no solo
como una obra pública fallida, sino como un síntoma. Un síntoma de enfermedad
crónica: corrupción impune, opacidad institucional y desprecio por la ley.
Porque lo que se pretendía vender como un símbolo del progreso y el turismo en
la entidad ha terminado, según el propio ORFIS, como una operación fraudulenta
que le costó al erario más de 81 millones de pesos… y contando.
El Órgano de Fiscalización Superior (ORFIS) ha documentado, con pelos y
señales, lo que se teme cada vez que se anuncia una "obra
emblemática": pagos en exceso por trabajos no realizados, materiales de
mala calidad, falta de permisos ambientales y, lo más indignante, la ausencia
total de rendición de cuentas. El Aquárium, que debía ser una joya para el
puerto jarocho, está plagado de módulos de concreto que se desprenden,
estanques mal terminados y deficiencias estructurales que evidencian que se
privilegió el negocio sobre la función pública.
Que no nos engañen con justificaciones técnicas. El problema no es que se
haya calculado mal una estructura o que se haya presentado humedad por las
condiciones del lugar. El problema es político y ético: se gastaron más de 512
millones de pesos en una obra sin permisos de SEMARNAT, sin dictámenes
ambientales, sin evidencia documental del gasto, sin supervisión técnica competente,
y con el claro tufo de una transa bien orquestada.
Vivimos en un Veracruz donde las autoridades han hecho del maquillaje
institucional una especialidad. Lo mismo ocurre con estadios, auditorios y
“nidos” deportivos que se levantan a toda prisa en medio de opacidad y
contratos inflados. El caso del Aquárium es apenas uno de los tres proyectos
señalados por el ORFIS como foco rojo en la Cuenta Pública 2024. ¿Quién
responde por esos más de 81 millones de pesos “perdidos”? ¿Dónde está la cadena
de responsabilidades administrativas y penales? ¿O ya se nos olvidó que cada
peso desviado no es abstracto, sino concreto: ¿son aulas que no se construyen,
medicinas que no llegan, caminos que siguen siendo veredas?
Las cifras no mienten, pero los políticos sí. Y ante el descaro
institucional, no podemos seguir normalizando el “así son las cosas”. Esta
columna no busca linchar a nadie, pero sí exigir que se apliquen las
consecuencias legales con todo el peso que permite el marco jurídico. Porque no
basta con detectar el daño: hay que resarcirlo y castigar a quien lo haya
provocado. Lo contrario es complicidad disfrazada de omisión.
Uno de los puntos más graves —y menos comentados por los medios alineados al
oficialismo— es la omisión absoluta de los permisos ambientales. La obra no
cuenta con el resolutivo correspondiente de SEMARNAT, lo cual no es un
tecnicismo burocrático, sino una falta legal grave. Cualquier obra con impacto
ecológico debe pasar por estudios ambientales. ¿Cómo se permitió operar y
remodelar un acuario, cuya función misma es la preservación de especies, sin
esos estudios?
Estamos hablando de un recinto que alberga fauna marina, que debe cumplir
con normativas federales, y que terminó siendo intervenido como si se tratara
de un estacionamiento cualquiera. La irresponsabilidad ambiental no solo
compromete al estado, sino al país entero ante tratados internacionales de
biodiversidad. ¿Quién firmó los contratos? ¿Dónde están los responsables de la
evaluación ambiental? ¿Y qué tiene que decir la SEMARNAT?
Este caso es también una lección para la ciudadanía. El desfalco en el
Aquárium no se habría hecho sin el silencio cómplice de varios niveles de
gobierno. Tampoco sin la apatía de una sociedad que, cansada de tantos fraudes,
ha optado muchas veces por la resignación. Pero la resignación no es neutral:
beneficia a los corruptos. Por eso es urgente volver a ejercer la ciudadanía
crítica, informada, incómoda para el poder.
El informe del ORFIS es un buen comienzo, pero no es el final del camino. Si
la Fiscalía Anticorrupción del estado no actúa, si los legisladores no exigen
cuentas, si la sociedad civil no alza la voz, este episodio quedará enterrado
en la gaveta de los escándalos sin justicia. Y el mensaje será claro: en
Veracruz, robar sale barato.
La remodelación del Aquárium es apenas una grieta más en el muro de
desconfianza entre los ciudadanos y sus gobiernos. Pero esa grieta debe
servirnos para mirar hacia adentro y hacia adelante. No es solo una obra mal
hecha. Es una advertencia. Porque cuando un gobierno no cuida ni su propia
vitrina, es señal de que el fondo ya está podrido.
Y a los responsables de este desfalco, un recordatorio: el pez por la boca
muere. Y los expedientes del ORFIS, aunque lentos, no olvidan.
miguelangelcristiani@gmail.com
@bitacoraveracruz
www.bitacoraveracruz.com