
Pepe Valencia
Érase un paradisiaco país lleno de bosques, selvas y ríos en
abundancia; con animales salvajes, ganado, agricultura y petróleo de sobra. Las
cristalinas y frescas aguas podían tomarse sin necesidad de hervirlas o purificarlas.
Su política internacional era reconocida en el mundo entero y
su moneda aceptada en cualquier país. Estaba rodeado por océanos y en sus
extensos litorales se producía pesca para consumo interno y para exportar.
Sus habitantes vivían de la madera, agricultura, pesca, el
turismo y hasta del petróleo. Había paz y tranquilidad. El orden público se
alteraba sólo de vez en cuando por hechos violentos que constituían noticia
cada vez que ocurrían.
Todos pagaban impuestos. Las tarifas por servicios públicos y
los precios tardaban años sin aumentar o sucedían de manera apenas perceptible.
También los salarios.
Vivían tan felices los habitantes de este mítico país que no
advirtieron cuándo su situación cambió.
Fue como despertar de idílico sueño y sumirse en espantosa pesadilla.
Bosques y fauna silvestre estaban al borde de la extinción. No
se producían suficientes alimentos ni para
consumo interno, todavía tenían petróleo pero la corrupción de funcionarios
públicos había provocado que las gasolinas escasearan y subieran de precio
hasta las nubes. Los ríos, lagos, lagunas y mares estaban tan contaminados que
no había pesca y ni siquiera se podían aprovechar las aguas dulces. El exceso
de industrias y automóviles envenenó el aire en las grandes ciudades a las que
invadió un esmog permanente y la gente
usaba cubre-bocas para poder respirar.
Millones de jóvenes emigraron hacia los Estados Unidos y
otras naciones en busca de trabajo para
subsistir y ayudar económicamente a sus familias porque en su país sufrían
tremendo desempleo.
La moneda no valía nada en el extranjero. Los turistas de
otros países dejaron de llegar por temor a la inseguridad. Las bandas del
crimen organizado se repartieron el territorio nacional para secuestrar,
extorsionar, traficar drogas, asaltar y robar a pacíficas familias.
Constituyeron de facto “un estado dentro del estado” y
aterrorizaban con sus armas a quienes se atrevieran a oponérseles.
Las balaceras y vendettas entre pandillas provocaban miles de
ejecuciones al año, incluyendo a personas inocentes.
El gobierno simulaba que gobernaba pero en realidad los altos
funcionarios estaban coludidos con delincuentes. Si un violador, ladrón o
asesino era detenido para aparentar que había justicia, a las pocas horas o
días se le dejaba en libertad a pesar de que estuviera comprobado el delito cometido.
Esto irritó a la sociedad y se conformaron grupos para
ejercer justicia por propia mano. Así, a
maleantes capturados por el pueblo se les ejecutaba públicamente. Fueron linchados cientos, miles de culpables
e inocentes. Los ajusticiamientos populares eran parejos.
El gobierno perdió la credibilidad y el control del país.
Apareció un día un nuevo gobernante que prometió devolver la
felicidad, empezando por los más pobres.
La sociedad se dividió en dos: entre los que no le creían y lo acusaban
de farsante, y aquellos que confiaban en que sí los rescataría del atolladero.
Cualquier semejanza
con la realidad, no es mera coincidencia…