Por Miguel Ángel Cristiani G.
Hay programas públicos que nacen con la promesa de
transformar la vida de millones, y otros que desde su concepción llevan la
mancha de la sospecha. El nuevo modelo “Salud Casa por Casa”, que presume más
de 8.8 millones de consultas gratuitas en domicilios, podría —en teoría—
convertirse en una de las estrategias de prevención más ambiciosas del mundo.
Pero en México ya aprendimos que la distancia entre el papel oficial y la
experiencia ciudadana cabe en el ancho de una banqueta.
Porque mientras la Presidencia anuncia con bombo y
platillo que enfermeras recorren el país para censar, diagnosticar y recetar
sin burocracia, la pregunta obligada es mucho más simple, casi doméstica: ¿y
en tu colonia ya pasaron? Porque en la mía —y en la de muchos— no solo no
pasaron, sino que lo primero que preguntaron fue si uno era simpatizante de
Morena. Y si la respuesta era no, pues como quien dice: siga participando.
Ese pequeño detalle, aparentemente insignificante
para los discursos oficiales, revela la grieta más profunda del programa:
cuando un servicio que debería ser universal empieza a parecerse a un filtro
electoral, entonces deja de ser política pública y comienza a oler a padrón de
lealtades.
Según los datos gubernamentales, 20 mil
profesionales de enfermería están desplegados en todo el país para levantar
censos, abrir expedientes clínicos electrónicos y recetar tratamiento para
enfermedades crónicas. Una estrategia que, bien ejecutada, podría despresurizar
clínicas saturadas, reducir traslados y garantizar continuidad terapéutica a
quienes más lo necesitan. La tercera fase del programa —la emisión regular de
recetas— es, sin duda, la más ambiciosa.
Pero detrás del diseño técnico surge la incómoda
sospecha social: si los censos se hacen “a modo”, si las visitas dependen de
simpatías partidistas, si el acceso se condiciona con preguntas que nada tienen
que ver con la salud, entonces el país no avanza hacia un sistema más humano,
sino hacia un modelo paternalista que premia adhesiones y castiga criterios.
A este esquema se suma la nueva red de Farmacias
del Bienestar, prometidas como la solución al viejo problema del desabasto.
Ahora se asegura que los medicamentos —22 fármacos esenciales para adultos
mayores— se entregarán gratis, cerca del domicilio y sin filas. Se arrancó con
500 farmacias en el Estado de México y la meta es cubrir las 32 entidades
para marzo de 2026. Todo suena impecable: folios digitalizados, control de
inventarios, telemedicina para apoyo clínico.
Pero la efectividad de un sistema no se mide en
boletines; se mide en la vida diaria. Y si los ciudadanos siguen reportando que
los censan solo cuando conviene políticamente, entonces la confianza social
—esa sí, insustituible— se desvanece.
La salud no puede ser dádiva, ni intercambio, ni
mecanismo de sondeo electoral. Es un derecho. Y un gobierno que presume
transformación debería saber que los derechos no se preguntan: se garantizan.
La verdadera prueba del programa no está en los millones de consultas
reportadas, sino en que cada mexicano —piense como piense, vote como vote—
reciba la misma atención.
Porque mientras la brigada pregunte “¿es usted
simpatizante?”, la salud seguirá siendo la paciente que más urge atender.
