Por Miguel Angel Cristiani G.
Hay renuncias que honran… y otras que huelen más a trámite
que a convicción. La reciente “renuncia–nombramiento exprés” de la nueva Fiscal
General en Veracruz vuelve a recordarnos que, en la política local, la forma
suele traicionar al fondo. Y en este episodio, más que un proceso
institucional, lo que vimos fue un acto de prestidigitación legislativa: un
pase de manos hábil, legal, sí… pero políticamente indecoroso.
No puedo evitar traer a cuento —porque la memoria también es
herramienta de trabajo— aquella escena con el licenciado Pericles Namorado
Urrutia, quizá el último gran jurisconsulto que presidió el Congreso sin
convertir el puesto en plataforma personal. A unos cuantos días de haber sido
designado Fiscal General por el entonces gobernador Miguel Alemán, renunció. No
porque le faltaran ganas, ni porque no tuviera la capacidad (que la tenía de
sobra), sino por algo que hoy parece reliquia: *dignidad política*.
En esa época, los opositores encontraron un resquicio
constitucional para cuestionar su nombramiento. El texto decía —con claridad
prístina— que no podía ocupar la Fiscalía quien hubiera sido diputado el año
previo. Bastó esa línea para que los adversarios enarbolaran la bandera de la
legalidad como si hubieran descubierto el Santo Grial.
Recuerdo bien aquel día. Apenas instalándonos en la oficina
de la Coordinación de Comunicación Social, un auxiliar nos soltó, con la
solemnidad del mensajero trágico: “el jefe quiere hablar con usted”. El
presagio era inevitable. Cuando entramos al despacho, Pericles nos dijo,
sereno, sin dramas: “No voy a ser pretexto para golpear al gobernador. Presento
mi renuncia irrevocable.”
Así, sin aspavientos, sin justificar, sin victimizarse.
Renunció porque entendía que el servicio público no es pedestal ni botín, sino
responsabilidad. Esa clase de políticos, hoy, desgraciadamente, caben en la
palma de la mano.
Y ahora volvamos al presente, donde la Constitución ya fue
modificada, donde aquel candado —que buscaba evitar el reciclaje exprés entre
poderes— fue retirado para casi todos los cargos, excepto para la Fiscalía
Anticorrupción. Un detalle que resulta casi irónico, porque en el país donde
más se brinca de un puesto a otro, el único al que se le exige limpieza es el
que debe revisar la corrupción. Cosas veredes.
Por eso hoy, sin impedimentos legales, la nueva Fiscal
General puede pedir licencia como magistrada, tras dejar la presidencia del
Poder Judicial, y recorrer el pasillo hacia la Fiscalía sin que la ley le
cierre el paso. Legal, sí. ¿Legítimo? Ese es otro cantar.
Lo que preocupa no es la persona —que merece respeto, como
cualquier servidor público— sino el mensaje institucional: cuando las
transiciones parecen diseñadas para ajustarse al calendario de un grupo y no al
interés público, la ciudadanía aprende que la ley es plastilina. Y una
democracia con leyes flexibles no es democracia: es utilería.
Sería saludable que, al menos una vez, la clase política
volviera a mirar ese viejo gesto del tuxpeño Pericles Namorado. No para
idealizar el pasado, sino para recordar que la legitimidad no se decreta: se
construye. Y que, en tiempos de urgencias públicas, lo que más falta hace no
son funcionarios nuevos, sino principios viejos.
