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lunes, 15 de diciembre de 2025

Bienestar sin bienestar: cuando el Estado extravía la dignidad

Por Miguel Ángel Cristiani G.

¿En qué momento la política social dejó de ser un acto de justicia para convertirse en una fila bajo la lluvia? La escena ocurrió en Tuxpan, Veracruz, pero podría repetirse —y se repite— en demasiados puntos del país: adultos mayores citados por Bienestar para recibir su tarjeta; frío, lluvia, gastos de traslado; y al final, una disculpa mecánica. No hubo tarjetas. “El robot se equivocó”. La tecnología, ya se sabe, no pide perdón ni rinde cuentas.

El problema no es un error aislado. Es un síntoma. Y los síntomas, cuando se acumulan, describen una enfermedad institucional: la deshumanización de la política social.

Bienestar existe para que la gente esté bien. No para que sea convocada con mensajes automatizados a citas inexistentes. No para que cargue con la incertidumbre de “otro día les avisamos”. No para que se normalice la idea de que el tiempo y la dignidad de los adultos mayores valen menos que una mala logística. Lo ocurrido en Tuxpan es una falta a los derechos humanos, porque afecta la economía precaria de quienes viven al día y vulnera la dignidad de quienes ya han dado todo al país.

Conviene recordarlo: los programas sociales no son dádivas ni favores políticos. Son derechos. Están sustentados en el artículo 4º constitucional y en una política pública que, desde 2018, se propuso romper con la intermediación y el clientelismo. Por eso mismo, la entrega de tarjetas bancarias debe cumplir estándares mínimos: certeza, oportunidad y seguridad. Sobre cerrado, NIP protegido y, sobre todo, respeto al beneficiario. Cualquier desviación abre la puerta a sospechas legítimas y a la desconfianza ciudadana.

Aquí aparece la figura del delegado de Bienestar en Veracruz, Juan Javier Gómez Cazarín. No se trata de linchar ni de descalificar sin pruebas. Se trata de observar hechos, contrastarlos con principios y exigir coherencia. Porque mientras en Tuxpan se niega una tarjeta y se ofrece una excusa, el discurso oficial habla de austeridad republicana y “justa medianía juarista”, como ha reiterado la presidenta Claudia Sheinbaum. Y la gobernadora Rocío Nahle ha sido clara: el servicio público no es escaparate de opulencia.

La contradicción es evidente cuando se señala —y no se ha desmentido— un estilo de vida distante de esa austeridad: camionetas de lujo, séquitos innecesarios, atuendos que parecen más propios de una pasarela comercial que de una oficina pública encargada de atender pobreza. No es un asunto estético; es ético. En política social, la forma también comunica. Y lo que comunica el exceso es indiferencia.

Más aún: preocupa la tentación de usar Bienestar como plataforma política. Veracruz tiene memoria. El antecedente del delegado anterior, Manuel Huerta Ladrón de Guevara, es conocido: desde esa posición se construyó una estructura territorial que después pesó en encuestas internas de Morena. No es ilegal, pero sí riesgoso para la integridad del programa. Cuando la política social se confunde con promoción personal, los beneficiarios dejan de ser ciudadanos y pasan a ser capital político.

Bienestar no puede ser trampolín ni agencia de relaciones públicas. Menos aún, escenario para selfies con la presidenta o la Gobernadora mientras en los municipios se acumulan quejas por trámites fallidos. Gobernar —y administrar programas sociales— es resolver, no posar.

La Ley General de Desarrollo Social y los lineamientos de operación de los programas federales son claros: deben garantizar trato digno, transparencia y eficiencia. Cuando se convoca a personas vulnerables y se les falla, no basta con culpar a un “robot”. La responsabilidad es humana, administrativa y política.

Aquí va la propuesta concreta: auditoría operativa inmediata a las oficinas donde se han registrado fallas; protocolos claros de notificación que eviten citas fantasmas; mecanismos de compensación para quienes gastaron en traslados inútiles; y una línea de atención real —no automatizada— para adultos mayores. Además, un compromiso público de austeridad verificable por parte de los funcionarios responsables.

La política social se mide en resultados, pero también en trato. En cómo se mira a la gente a los ojos. En si se les pide paciencia desde una Suburban o se les acompaña desde la misma banqueta mojada.

Bienestar sin bienestar es maltrato. Y el maltrato, aunque se disfrace de error técnico, erosiona la confianza en el Estado. Corregir no es una opción; es una obligación moral y política. Porque un país que hace esperar a sus adultos mayores bajo la lluvia, sin explicación ni respeto, es un país que ha perdido el rumbo. Y el rumbo —todavía— se puede corregir si hay voluntad, ética y trabajo serio. No electorero.