Por Miguel Ángel Cristiani G.
¿En qué momento la política social dejó de ser un
acto de justicia para convertirse en una fila bajo la lluvia? La escena ocurrió
en Tuxpan, Veracruz, pero podría repetirse —y se repite— en demasiados puntos
del país: adultos mayores citados por Bienestar para recibir su tarjeta; frío,
lluvia, gastos de traslado; y al final, una disculpa mecánica. No hubo
tarjetas. “El robot se equivocó”. La tecnología, ya se sabe, no pide perdón ni
rinde cuentas.
El problema no es un error aislado. Es un síntoma.
Y los síntomas, cuando se acumulan, describen una enfermedad institucional: la
deshumanización de la política social.
Bienestar existe para que la gente esté bien. No
para que sea convocada con mensajes automatizados a citas inexistentes. No para
que cargue con la incertidumbre de “otro día les avisamos”. No para que se
normalice la idea de que el tiempo y la dignidad de los adultos mayores valen
menos que una mala logística. Lo ocurrido en Tuxpan es una falta a los derechos
humanos, porque afecta la economía precaria de quienes viven al día y vulnera
la dignidad de quienes ya han dado todo al país.
Conviene recordarlo: los programas sociales no son
dádivas ni favores políticos. Son derechos. Están sustentados en el artículo 4º
constitucional y en una política pública que, desde 2018, se propuso romper con
la intermediación y el clientelismo. Por eso mismo, la entrega de tarjetas
bancarias debe cumplir estándares mínimos: certeza, oportunidad y seguridad.
Sobre cerrado, NIP protegido y, sobre todo, respeto al beneficiario. Cualquier
desviación abre la puerta a sospechas legítimas y a la desconfianza ciudadana.
Aquí aparece la figura del delegado de Bienestar en
Veracruz, Juan Javier Gómez Cazarín. No se trata de linchar ni de descalificar
sin pruebas. Se trata de observar hechos, contrastarlos con principios y exigir
coherencia. Porque mientras en Tuxpan se niega una tarjeta y se ofrece una
excusa, el discurso oficial habla de austeridad republicana y “justa medianía
juarista”, como ha reiterado la presidenta Claudia Sheinbaum. Y la gobernadora
Rocío Nahle ha sido clara: el servicio público no es escaparate de opulencia.
La contradicción es evidente cuando se señala —y no
se ha desmentido— un estilo de vida distante de esa austeridad: camionetas de
lujo, séquitos innecesarios, atuendos que parecen más propios de una pasarela
comercial que de una oficina pública encargada de atender pobreza. No es un
asunto estético; es ético. En política social, la forma también comunica. Y lo
que comunica el exceso es indiferencia.
Más aún: preocupa la tentación de usar Bienestar
como plataforma política. Veracruz tiene memoria. El antecedente del delegado
anterior, Manuel Huerta Ladrón de Guevara, es conocido: desde esa posición se
construyó una estructura territorial que después pesó en encuestas internas de
Morena. No es ilegal, pero sí riesgoso para la integridad del programa. Cuando
la política social se confunde con promoción personal, los beneficiarios dejan
de ser ciudadanos y pasan a ser capital político.
Bienestar no puede ser trampolín ni agencia de
relaciones públicas. Menos aún, escenario para selfies con la presidenta o la
Gobernadora mientras en los municipios se acumulan quejas por trámites
fallidos. Gobernar —y administrar programas sociales— es resolver, no posar.
La Ley General de Desarrollo Social y los
lineamientos de operación de los programas federales son claros: deben
garantizar trato digno, transparencia y eficiencia. Cuando se convoca a
personas vulnerables y se les falla, no basta con culpar a un “robot”. La
responsabilidad es humana, administrativa y política.
Aquí va la propuesta concreta: auditoría operativa
inmediata a las oficinas donde se han registrado fallas; protocolos claros de
notificación que eviten citas fantasmas; mecanismos de compensación para
quienes gastaron en traslados inútiles; y una línea de atención real —no
automatizada— para adultos mayores. Además, un compromiso público de austeridad
verificable por parte de los funcionarios responsables.
La política social se mide en resultados, pero
también en trato. En cómo se mira a la gente a los ojos. En si se les pide
paciencia desde una Suburban o se les acompaña desde la misma banqueta mojada.
Bienestar sin bienestar es maltrato. Y el maltrato,
aunque se disfrace de error técnico, erosiona la confianza en el Estado.
Corregir no es una opción; es una obligación moral y política. Porque un país
que hace esperar a sus adultos mayores bajo la lluvia, sin explicación ni
respeto, es un país que ha perdido el rumbo. Y el rumbo —todavía— se puede
corregir si hay voluntad, ética y trabajo serio. No electorero.
