En política, como en la
vida, los silencios dicen más que los gritos. Y en la reciente convención de
Morena, la verdadera nota no estuvo en los vítores ensayados ni en los
porristas de ocasión, sino en las ausencias que retumban. Cuando desde el
templete se coreó el ya rancio “¡No está solo!” en favor de Adán Augusto López
Hernández, fue imposible no mirar —con atención quirúrgica— a dos figuras clave
del movimiento obradorista: Rocío Nahle García, gobernadora de Veracruz, y
Javier May Rodríguez, su homólogo en Tabasco. Ambos optaron por la quietud, el
desmarque y la prudencia política, que no es otra cosa que una forma elegante
de decir: “a mí no me metan en sus líos”.
Y es que la sombra que
persigue a Adán Augusto no es menor. El escándalo que lo vincula, directa o
indirectamente, con el grupo criminal conocido como “La Barredora” no se disipa
con arengas ni aplausómetros. Se trata de una losa que no se sacude con
propaganda. No basta con gritar que no está solo cuando las acusaciones pesan
más que los respaldos. En esta coyuntura, el mutismo de Nahle y May no es una
casualidad: es una declaración política de independencia, de cálculo
estratégico… y de memoria.
Porque hay historia entre
Nahle y Adán Augusto. Una historia que no comenzó con fraternidad política ni
terminó en buenos términos. Cuando ella era secretaria de Energía, él —entonces
secretario de Gobernación— no solo no le tendió la mano, sino que intentó
torcerle el brazo. Las intrigas palaciegas de Adán Augusto en alianza con
Octavio Romero Oropeza, el otrora poderoso director de PEMEX (y hoy reciclado
en el INFONAVIT), intentaron convertir a Rocío Nahle en blanco de desgaste
interno. Fueron varias las veces que pretendieron minar su credibilidad, frenar
sus proyectos, desacreditar su liderazgo. Pero, como bien se dice en Veracruz:
el que se mete con la Nahle, se topa con la terquedad de Palacio Nacional.
Y es precisamente esa
protección, la del entonces presidente Andrés Manuel López Obrador, la que hizo
la diferencia. Frente a los intentos de sabotaje, el respaldo presidencial fue
clave para que Rocío Nahle no solo sobreviviera a los embates, sino que
emergiera como una figura fuerte y viable dentro de la 4T. Hoy, desde el
gobierno de Veracruz, tiene claro que no debe lealtad a quienes ayer quisieron
dinamitar su carrera.
Por eso, su silencio ante
el “¡No está solo!” de Adán Augusto no es tibieza, sino claridad política. No
hay que confundir la institucionalidad con el sometimiento, ni la disciplina
partidaria con la ceguera cómplice. En momentos en que la legitimidad se mide
no solo por los votos sino por la congruencia, Rocío Nahle hizo lo correcto:
guardar silencio frente al escándalo, y no prestarse a liturgias populistas que
buscan lavarle la cara a quien debería estar rindiendo cuentas, no recibiendo
ovaciones.
La figura de Adán Augusto
López Hernández, otrora presidenciable y hoy reciclado en el Senado, arrastra
más sospechas que apoyos reales. Lo que vimos en la convención no fue respaldo
auténtico, sino una coreografía forzada. Y lo que no vimos —la fría
indiferencia de algunos actores clave— es lo que en realidad define el nuevo
mapa interno de Morena.
Javier May, por su parte,
también entendió el mensaje: su cercanía con López Obrador no lo obliga a
cargar con el equipaje ajeno. Su silencio no fue simple omisión, sino una toma
de postura en medio de una tormenta que apenas comienza. Porque el caso “La
Barredora” no es humo mediático, sino una señal de alerta que, si se confirma
judicialmente, puede sacudir los cimientos morenistas.
Morena vive un momento de
definición. No basta con apelar a la unidad cuando esa unidad se pretende
construir a costa de la impunidad. La lealtad no debe confundirse con sumisión,
y la política no puede seguir funcionando como un pacto de encubrimientos.
Así, lo verdaderamente
relevante en esta convención no fue lo que se dijo, sino lo que se omitió.
Porque en política, como bien sabía Maquiavelo, el aplauso más sincero es el
que no se da. Y en esta ocasión, ni Rocío Nahle ni Javier May quisieron
prestarse al espectáculo. Hicieron bien. Porque en tiempos de definiciones,
guardar silencio también puede ser un acto de valentía.
La política mexicana, con
su larga historia de intrigas y alianzas, nos enseña que cada gesto, cada
silencio, tiene un significado profundo. Al no aplaudir, Nahle y May no solo se
distancian de Adán Augusto, sino que también envían un mensaje claro: la
lealtad incondicional no es una moneda de cambio en su administración. Este
acto de resistencia puede interpretarse como una reafirmación de su autonomía y
de la necesidad de poner en primer lugar el bienestar del pueblo veracruzano y
tabasqueño, más allá de las lealtades que puedan imponerse desde el centro del
poder.
La situación es aún más
compleja si consideramos el contexto actual, donde la Cuarta Transformación se
enfrenta a desafíos significativos, no solo en términos de gobernabilidad, sino
también en la percepción pública ante escándalos que amenazan con empañar su
imagen. El vínculo de Adán Augusto con ‘La Barredora’ es un recordatorio de que
la lucha contra la corrupción no es solo un discurso, sino una exigencia de la
ciudadanía que demanda transparencia y honestidad.
Históricamente, el Partido
Revolucionario Institucional (PRI) ha sido acusado de tolerar la corrupción en
sus filas, y resulta irónico que el partido que prometió erradicar estas
prácticas se vea envuelto en situaciones similares. La postura de Nahle es un
indicativo de que, a pesar de las presiones y las expectativas, hay quienes
dentro de Morena están dispuestos a poner en jaque su propia carrera política
por principios firmes. Este acto de firmeza es un llamado a la reflexión sobre
la ética en la política. En un entorno donde el aplauso parece ser el único
indicador de éxito, es refrescante ver a líderes que priorizan la verdad y la
responsabilidad sobre la popularidad.
El silencio de Rocío
Nahle y Javier May en la convención de Morena no es solo una anécdota más en la
narrativa política del país; es un símbolo de resistencia ante la tentación del
aplausómetro. En un escenario donde los intereses personales y los escándalos
amenazan con desdibujar los ideales de la Cuarta Transformación, es hora de que
la política vuelva a ser un espacio de diálogo, honestidad y, sobre todo, de
compromiso con la ciudadanía.