SABERES Y SABORES
RUAN ÁNGEL BADILLO LAGOS
Con el título de este texto me refiero al Espíritu Santo. El Espíritu de Dios no puede separarse del Padre y del Hijo, se revela con ellos en Jesucristo y tiene su manera propia de hacerlo, al igual que su propia personalidad. El Hijo, en su humanidad idéntica a la nuestra, menos en el pecado, nos revela quién es Él y quién es el Padre, al que no cesa de contemplar ni de obedecer en su voluntad, porque es su alimento. Nos es posible desentrañar los rasgos del Hijo y del Padre, pero el Espíritu Santo no tiene un rostro, ni siquiera un nombre capaz de evocar una figura humana; él es una persona de la Santísima Trinidad, el verdadero amor manifestado en Ella.
El Espíritu Santo es la fuerza creadora de todas las cosas, es la fuerza divina, el amor que lo renueva todo: la faz de tierra, la superficie y la profundidad de las aguas. Abarca a los seres visibles e invisibles, humanos, animales, plantas y otros de la atmósfera. La acción de renovar consiste en que todo regrese a su genuino origen, regresar algo a su estado primigenio; reestablecer una cosa vieja por otra nueva. El Espíritu Santo vivifica los corazones con su amor, alienta a una persona débil o desanimada; el Espíritu aviva y reanima a las personas, anima con su gracia divina para seguir adelante, dando una vida nueva. Se reconoce su paso por signos, con frecuencia esplendorosos, pero no se puede saber de dónde viene ni a dónde va, Él nunca actúa solo, se manifiesta a través de las personas, tomando posesión de ellas y transformándolas.
En efecto, propicia que alguien cambie su ser, que sea distinto, renovado, respetando totalmente su persona y sus características esenciales; es cierto que produce manifestaciones extraordinarias, pero su acción parte del interior y desde el interior se le conoce. El Espíritu Santo de Dios se ha revelado en una persona, en Cristo nuestro Señor, como una fuerza divina que transforma los corazones humanos para volverlos capaces de gestos excepcionales. Estos gestos o rasgos moldean el corazón para hacerlo servidor y asociado de Dios Padre adherido a Él, ¡un hombre nuevo!, de ahí que el Espíritu Santo es santificador de esta acción.
Todos nosotros estamos llamados a recibir al Espíritu Santo, incluso si tienes algún sacramento ¡ya mora en ti!, solo hace falta una acción más permanente, por ejemplo, Jesucristo, pues en Él no solo descendió el Espíritu, sino que reposó sobre éste. “Los cielos se abrieron y vio al Espíritu Santo que bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Éste es mi Hijo amado; éste es mi elegido, la promesa hecha por Jesucristo de una nueva presencia. “Dentro de poco ya no me verán, pero después de otro poco me volverán a ver”, decía el Señor Jesús, refiriéndose al Espíritu Santo que iba a ser derramado el día de Pentecostés. ¿Cómo esperaban los discípulos al Espíritu Santo? Todos ellos, los discípulos, en compañía de algunas mujeres, principalmente de María, la madre de Jesús, y quienes se habían adherido, perseveraban en oración.
En efecto, El Espíritu ya no es únicamente inteligencia y fuerza; también es conocimiento, es amor de Dios capaz de domeñar la soberbia del corazón del hombre porque Él es el amor del Padre manifestado en su Hijo Jesucristo (Fragmento del libro RUAH autor: Ruan Ángel Badillo Lagos).