Por Miguel Ángel Cristiani
¿Quién podría oponerse a la idea
romántica de que los pueblos olvidados del sur y sureste mexicano construyeran
con sus propias manos los caminos que históricamente les fueron negados por los
gobiernos federales?
Sobre el papel, el proyecto de
Andrés Manuel López Obrador parecía sencillo y hasta entrañable: sin grandes
empresas constructoras, sin contratos millonarios, sin corrupción de por medio,
las comunidades tendrían al fin la carretera de sus sueños. Sin embargo, lo que
comenzó como promesa de justicia social terminó convertido en un fiasco
administrativo, técnico y político.
Porque una cosa es la poesía de la
autogestión comunitaria, y otra muy distinta es la dura ingeniería de la obra pública.
Ahora que la gobernadora de
Veracruz Rocío Nahle ha anunciado un programa de construcción y re encarpetado de
carreteras hay que tener muy en cuenta y con lupa las obras que se van a
realizar, las compañías contratistas, los contratos y la experiencia técnica.
Hay que recordar que el programa de
construcción de caminos a mano en Oaxaca —emblema de la 4T y vitrina del
supuesto “nuevo modelo” de obra pública— arrancó en 2019 con un presupuesto
federal de poco más de 2,500 millones de pesos. La encomienda
era clara: pavimentar caminos rurales con adoquín, faenas comunitarias y
administración directa de los recursos. El resultado, cinco años después, es un
saldo contradictorio: algunos tramos sí se concluyeron, pero la mayoría
quedaron incompletos, mal hechos o de plano abandonados.
La Auditoría Superior de la
Federación documentó irregularidades graves: obras pagadas sin
concluir, sobrecostos injustificados y ausencia de controles técnicos.
En varios municipios, los caminos presentaron cuarteaduras al poco tiempo de
inaugurarse; en otros, los recursos se desviaron en procesos opacos de
“ejecución comunitaria” donde nadie rindió cuentas. La narrativa presidencial
de “confiar en la gente” se convirtió en un cheque en blanco que alimentó la
discrecionalidad.
No se trata de denostar a las
comunidades —que bastante han hecho con lo poco que tienen—, sino de evidenciar
que la improvisación gubernamental no sustituye la planeación ni la supervisión
técnica. Hacer caminos no es levantar bardas: se requieren estudios de suelo,
drenajes pluviales, compactación, normativas de tránsito. Nada de eso se
garantizó.
Históricamente, el sur del país ha
padecido la marginación en infraestructura. Desde los años sesenta, los
diagnósticos de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes señalaban la
necesidad de conectar a las cabeceras municipales con la red nacional de
carreteras. Medio siglo después, la llamada Cuarta Transformación prometió
resolver de tajo lo que otros gobiernos no hicieron. Pero la promesa acabó en
propaganda.
Aquí aparece la gran contradicción:
López Obrador acusa a las constructoras privadas de ser nido de corrupción,
pero su modelo comunitario terminó reproduciendo —en pequeño— los mismos
vicios. La diferencia es que ahora no hay responsables claros, porque todo se
diluye en la “autonomía” de los pueblos. ¿Quién responde por los millones
tirados en obras inconclusas? ¿El comité vecinal? ¿El presidente municipal? ¿La
Secretaría de Infraestructura? Nadie.
El fracaso de este programa es un
recordatorio incómodo: la obra pública requiere Estado de derecho,
planeación, transparencia y profesionalismo técnico. La demagogia no
sostiene el concreto. El adoquín no sustituye el asfalto cuando de tránsito
pesado se trata. La confianza ciega no sustituye la rendición de cuentas.
Políticamente, el gobierno federal
utilizó estas obras como símbolo de la “transformación desde abajo”. López
Obrador inauguró varios tramos en Oaxaca rodeado de aplausos y cámaras. Hoy,
esos caminos muestran grietas no solo físicas, sino institucionales. El mensaje
que queda es devastador: ni siquiera en proyectos pequeños y comunitarios la 4T
pudo cumplir a cabalidad.
La ciudadanía merece claridad:
¿Cuánto se gastó? ¿Cuántos kilómetros realmente se entregaron en condiciones
óptimas? ¿Qué porcentaje de los recursos se perdió? El gobierno, en vez de
rendir cuentas, optó por el silencio cómplice y la foto propagandística.
El saldo es claro: un programa que
quiso ser ejemplo nacional terminó siendo un caso de estudio sobre cómo la
buena voluntad sin técnica ni control termina en fracaso. Y en ese
fracaso no solo se pierde dinero público, sino también confianza ciudadana, esa
que hoy está tan deteriorada.
La lección es amarga pero
necesaria: la justicia social no se decreta ni se improvisa. Se construye —como
los caminos— con cimientos sólidos, planeación seria, profesionalismo y transparencia. Lo demás
es puro espejismo.