Por Miguel Ángel Cristiani
En política, hemos visto que las prórrogas casi nunca son
inocentes. Detrás de cada extensión de mandato, ya sea en un sindicato, un
rector, una universidad o un partido político, suele esconderse un mensaje
inequívoco: la desconfianza hacia las urnas, el temor al relevo y la pulsión
por controlar lo que, por estatutos, debería pertenecer a la militancia.
Ahora es Morena, el partido que se presume guardián de la
democracia, quien se mira en ese espejo. El Consejo Nacional discute la
extensión del mandato de las 32 dirigencias estatales hasta octubre de 2027. El
argumento oficial: garantizar la “continuidad operativa” rumbo a las elecciones
intermedias, donde estarán en juego 17 gubernaturas, congresos locales y
ayuntamientos.
Suena razonable a primera vista: nadie quiere un partido
descabezado en plena contienda. Pero en el fondo se trata de una contradicción
monumental. El mismo instituto que nació con la promesa de erradicar los vicios
de la política tradicional —el dedazo, la imposición, el corporativismo—, hoy
reproduce la vieja práctica priista de prolongar mandatos a conveniencia del
centro.
Los documentos internos de Morena son claros: las
dirigencias estatales deben renovarse cada tres años. Sin embargo, con este
acuerdo 27 de ellas conservarían funciones por cinco años. La justificación es
que se trata de una “medida extraordinaria, proporcional y limitada en el
tiempo”. Una manera elegante de decir: rompemos la regla, pero lo hacemos en
nombre de la eficacia.
La pregunta es: ¿desde cuándo la eficacia operativa se
coloca por encima de la legalidad estatutaria? El estatuto no es un adorno. Es
la constitución interna del partido, la carta de navegación que debe respetarse
para que Morena no se convierta en aquello que tanto criticó. Saltárselo por
conveniencia electoral es un mal precedente.
No olvidemos el contexto histórico. El PRI dominó por
décadas gracias, entre otras cosas, a la perpetuación de sus caciques locales.
Gobernadores, líderes sindicales y dirigentes partidistas se mantenían en el
cargo más allá de los plazos formales. El resultado fue un sistema cerrado,
autoritario, incapaz de oxigenarse con nuevas voces.
Morena parece caminar por esa misma senda. Extender los
mandatos significa asegurar que los actuales dirigentes —designados en su
mayoría con el aval de la dirigencia nacional— permanezcan como operadores
leales al centro hasta después de 2027. En otras palabras: se privilegia la
disciplina política sobre la democracia interna.
Es cierto, la prórroga se vende como una medida “temporal”.
Pero la historia política mexicana está llena de medidas temporales que
terminaron normalizándose. Basta recordar que la reelección indefinida en el
porfiriato comenzó también como un “ajuste excepcional”.
El riesgo es claro: si Morena justifica hoy que la
continuidad es más importante que la renovación, mañana podría aplicar la misma
lógica en otros niveles, incluso en el plano legislativo o gubernamental. La
democracia no se defiende con discursos grandilocuentes, sino con reglas claras
y respetadas.
Conviene subrayar que el partido oficial no sólo busca
administrar candidaturas en los próximos dos años, sino también llegar a 2027
con un aparato territorial intacto. Ese año se definirá el futuro inmediato del
proyecto de la llamada Cuarta Transformación. Las dirigencias estatales son
piezas clave: controlan padrones, filtran aspirantes, deciden alianzas locales
y, en la práctica, inclinan la balanza en procesos internos.
Por eso la prórroga no es un detalle menor, sino un
movimiento estratégico para blindar al partido en la antesala de la sucesión
presidencial de 2030.
Morena debería preguntarse si puede exigir transparencia,
democracia y respeto a la ley en el país, cuando internamente se acomoda la
norma a conveniencia. Es la vieja esquizofrenia política: hablar de democracia
hacia afuera, practicar la disciplina autoritaria hacia adentro.
La militancia que apostó por un cambio auténtico tiene
derecho a preguntarse: ¿dónde quedó la promesa de no repetir las viejas mañas
del sistema que tanto se criticó?
Lo que está en juego no es sólo la permanencia de unas
dirigencias estatales. Se trata del ADN democrático del partido en el poder.
Extender mandatos sin consultar a la base ni respetar los estatutos equivale a
minar la confianza en el propio movimiento.
La democracia se fortalece con reglas claras, alternancia y
participación. Lo contrario —el centralismo, la imposición, la prórroga
indefinida— lleva al desgaste, a la apatía y, tarde o temprano, a la fractura
interna.
En política, como en la vida, lo extraordinario tiende a
convertirse en rutina. Y cuando las excepciones se vuelven regla, la democracia
se convierte en simulacro. ¿Verdad Martín?