Por Miguel Ángel Cristiani G.
Hay regalos que no se entregan con la mano, sino
con el presupuesto público. Y lo más curioso es que quienes reparten estos
obsequios suelen presumirlos como actos de virtud cívica, cuando en realidad son
ejercicios de poder disfrazados de filantropía editorial. ¿Austeridad
republicana? Sí, cómo no: austeridad para unos, generosidad automática para
otros.
Lo traigo a cuento porque en estos días volvió a
asomar un viejo fantasma de nuestra política reciente: la inquietante opacidad
sobre los libros que, según se ha reiterado durante años, financiaron la vida
pública del ahora expresidente Andrés Manuel López Obrador. Desde las campañas
largas, muy largas, hasta la residencia en Palacio Nacional, su respuesta fue
siempre la misma: “Vivo de mis libros.” Una afirmación que, en sí misma,
no es ilegal ni inmoral; pero que se vuelve problemática cuando, desde el
poder, se detonaron mecanismos que terminan beneficiando precisamente a los
mismos libros.
No es casualidad que el Fondo de Cultura Económica
—hoy convertido en un ente más político que editorial— haya desembolsado
alrededor de 25 millones de pesos para imprimir, distribuir y pagar
derechos de autor de la colección 25 para el 25. Un proyecto con
dimensiones épicas: 60 mil ejemplares por cada título, 27 obras en
total, que viajarán a Cuba, Colombia, Venezuela, Chile, Paraguay, Honduras,
Guatemala y Uruguay. Una especie de “misión cultural” continental, pero sin
maestros rurales y con muchas cajas de libros.
El director del FCE, Paco Ignacio Taibo, informó
que Argentina estaba contemplada, pero con la llegada de Javier Milei “se
destruyó el pacto”. No queda claro si era un pacto cultural, político o
simplemente de imprenta, pero aquí la pregunta central no es Milei ni el Cono
Sur: es México, su presupuesto y su democracia.
Porque entre los autores incluidos en la colección
hay nombres respetables y necesarios —García Márquez, Gelman, Zurita, Onetti— y
otros cuya cercanía al oficialismo es más que evidente. Todo eso sería
perfectamente válido si se tratara de un canon literario curado por
especialistas independientes. Pero cuando la línea editorial la marca un
gobierno y se financia con dinero público, no estamos hablando de literatura:
hablamos de propaganda cultural, aunque venga envuelta en tapa dura.
Y mientras el FCE reparte cultura de exportación,
en el Senado se reparten —literalmente— libros del expresidente. El senador
Adán Augusto López, con un aire entre Santa Claus improvisado y operador
político disciplinado, entregó a cada legislador de Morena “poco más de cien y
menos de 260” ejemplares del libro Grandeza, escrito por López Obrador.
El número exacto se negó a precisarlo; tampoco hubo claridad sobre el gasto
total.
Lo único que se obtuvo fue una frase que revela más
de lo que pretende: “Ciento y tantos pesos por ejemplar.” Una cifra
redonda, amorfa, cómoda. Se negoció —asegura el senador— un “precio especial”
con la editorial Planeta. Si ese precio existió, si hubo descuento, si se pagó
con recursos personales o institucionales… bueno, eso quedó perdido entre los
cascabeles del traje de Santa Claus.
Son 67 legisladores quienes recibieron el
encargo de regalar el libro en sus comunidades. Uno se pregunta si será material
de estudio, herramienta de reflexión o simple souvenir del movimiento político
que los llevó al cargo. Porque cuando un senador regala centenares de libros
del líder moral de su partido, no estamos ante un gesto cultural: estamos
frente a un acto de alineamiento político.
Conviene recordar, con serenidad y rigor, que el
uso de recursos públicos —directos o indirectos— para promover obra autoral de
figuras políticas es una pendiente resbaladiza. La normatividad en materia de
comunicación social y gasto editorial exige transparencia, pertinencia y
beneficios públicos medibles. No es un capricho burocrático: es una defensa
elemental de la equidad democrática.
Y es aquí donde aparece el verdadero problema: no
la existencia de los libros, sino la instrumentalización política de su
circulación.
Los gobiernos tienen la obligación de fomentar la
lectura, sí; pero no de promover a sus propios dirigentes. El Estado debe
sostener la diversidad cultural, no la devoción partidista. Y la cultura
financiada con impuestos debe ser un puente hacia el conocimiento, no una
autopista hacia la mitificación.
Si algo ha lastimado a México en las últimas
décadas es la confusión deliberada entre lo público y lo personal, entre la
promoción cultural y la promoción política. La frontera es delgada, pero
existe. Y es precisamente obligación del servicio público no cruzarla.
El país necesita libros, no cultos. Necesita
lectura crítica, no lecturas obligatorias.
Tal vez ya sea hora de recordar que los gobiernos
no deben repartir ideologías envueltas en papel editorial, sino garantizar que
cada ciudadano tenga las condiciones para leer lo que quiera, pensar lo que
quiera y cuestionar a quien quiera. Ese es el verdadero regalo democrático.
Lo demás —la generosidad con recursos ajenos, las cifras
esquivas, los pactos rotos y los tirajes desmesurados— es solo ruido. Y el
ruido, por muy envuelto que venga, nunca sustituirá a la claridad.