Por Miguel Ángel Cristiani G
Hay instituciones que se erosionan lentamente y
otras que se desploman de golpe. La Universidad Veracruzana —orgullo académico
del sureste mexicano durante décadas— hoy se mira al espejo con vergüenza: ha
sido arrastrada a una disputa política impropia, convertida en trinchera y no
en aula; en aparato de propaganda y no en espacio de pensamiento crítico.
Lo ocurrido con la prórroga concedida a Martín
Aguilar en la rectoría no es un episodio administrativo menor ni una querella
entre élites universitarias. Es, en esencia, un problema de legalidad, ética
pública y uso del poder. Cuando las reglas se fuerzan para perpetuarse y las
instituciones encargadas de garantizar contrapesos miran hacia otro lado, el daño
no es personal: es estructural.
La Junta de Gobierno, amputada de su autonomía
moral, otorgó una continuidad que muchos juristas y académicos califican como
contraria al espíritu —y a la letra— de la normatividad universitaria. A ello
se sumó la pasividad de un Poder Judicial que, alineado al clima político
dominante, optó por no incomodar. El mensaje fue claro: en Veracruz, la ley
puede esperar cuando estorba al poder.
Pero el problema no terminó ahí. El verdadero
deterioro comenzó cuando, desde la entraña misma de la Universidad, se decidió
pasar de la defensa institucional a la revancha política. El adelanto del
supuesto documental “La Red: Los que están detrás” no busca esclarecer,
sino señalar; no investiga, insinúa; no debate, estigmatiza. Es propaganda
negra con pretensiones de periodismo.
El recurso es viejo y eficaz: construir enemigos
internos para justificar abusos externos. Exrectores con trayectorias públicas
y académicos críticos son presentados como conspiradores, como sombras del
pasado que se resisten a perder “privilegios”. Es la narrativa predilecta del
morenismo: quien cuestiona, lo hace por interés; quien exige legalidad, añora
prebendas.
Resulta revelador que los principales blancos sean
Sara Ladrón de Guevara, Raúl Arias Lovillo y Víctor Arredondo Álvarez. Podrá
gustar o no su gestión, pero nadie puede negar que encabezaron etapas de
crecimiento, prestigio y proyección internacional de la UV. Reducir su crítica
a una supuesta ambición de poder es intelectualmente pobre y políticamente
tramposo.
Más grave aún es que en el mismo saco se meta a
académicos activos como Marisol Luna y Rafael Vela, quienes ejercieron un
derecho legítimo: aspirar a dirigir la Universidad. Convertir esa aspiración en
motivo de linchamiento mediático envía un mensaje demoledor a la comunidad:
disentir tiene costo, levantar la voz implica riesgo.
Si, como se presume, esta producción fue financiada
con recursos institucionales, el asunto trasciende la opinión y entra en el
terreno de la responsabilidad administrativa y legal. Los fondos públicos
destinados a docencia, investigación e infraestructura no pueden —ni deben—
usarse para pagar campañas de desprestigio. La historia reciente ya nos enseñó
que bots y troles también cuestan, y siempre los paga la sociedad.
El daño es profundo y duradero. Una universidad
desacreditada pierde autoridad moral, capacidad de convocatoria y confianza
social. Los estudiantes aprenden pronto cuando la institución que los forma
renuncia al pensamiento crítico y se somete al poder. Y cuando eso ocurre, la
derrota no es solo académica: es cívica.
Hay un elemento que no debe pasar desapercibido: la
cobardía. No hay créditos, no hay responsables visibles, no hay firmas. Se
ataca desde la sombra, se acusa sin dar la cara. Es el estilo de quienes
confunden autoridad con impunidad y liderazgo con venganza.
La Universidad Veracruzana merece más. Merece
debate abierto, rendición de cuentas y respeto a la legalidad. Merece rectores
que convenzan con argumentos, no que aplasten con campañas. Merece un gobierno
universitario que entienda que la autonomía no es patente de corso, sino
obligación ética.
La historia es implacable con quienes usan las
instituciones para saldar cuentas personales. El poder pasa; el descrédito
permanece. Y cuando la sed de venganza sustituye a la razón, el espurio no solo
se exhibe: se condena a sí mismo ante la memoria colectiva.
