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martes, 16 de diciembre de 2025

La venganza del espurio

 

Por Miguel Ángel Cristiani G

Hay instituciones que se erosionan lentamente y otras que se desploman de golpe. La Universidad Veracruzana —orgullo académico del sureste mexicano durante décadas— hoy se mira al espejo con vergüenza: ha sido arrastrada a una disputa política impropia, convertida en trinchera y no en aula; en aparato de propaganda y no en espacio de pensamiento crítico.

Lo ocurrido con la prórroga concedida a Martín Aguilar en la rectoría no es un episodio administrativo menor ni una querella entre élites universitarias. Es, en esencia, un problema de legalidad, ética pública y uso del poder. Cuando las reglas se fuerzan para perpetuarse y las instituciones encargadas de garantizar contrapesos miran hacia otro lado, el daño no es personal: es estructural.

La Junta de Gobierno, amputada de su autonomía moral, otorgó una continuidad que muchos juristas y académicos califican como contraria al espíritu —y a la letra— de la normatividad universitaria. A ello se sumó la pasividad de un Poder Judicial que, alineado al clima político dominante, optó por no incomodar. El mensaje fue claro: en Veracruz, la ley puede esperar cuando estorba al poder.

Pero el problema no terminó ahí. El verdadero deterioro comenzó cuando, desde la entraña misma de la Universidad, se decidió pasar de la defensa institucional a la revancha política. El adelanto del supuesto documental “La Red: Los que están detrás” no busca esclarecer, sino señalar; no investiga, insinúa; no debate, estigmatiza. Es propaganda negra con pretensiones de periodismo.

El recurso es viejo y eficaz: construir enemigos internos para justificar abusos externos. Exrectores con trayectorias públicas y académicos críticos son presentados como conspiradores, como sombras del pasado que se resisten a perder “privilegios”. Es la narrativa predilecta del morenismo: quien cuestiona, lo hace por interés; quien exige legalidad, añora prebendas.

Resulta revelador que los principales blancos sean Sara Ladrón de Guevara, Raúl Arias Lovillo y Víctor Arredondo Álvarez. Podrá gustar o no su gestión, pero nadie puede negar que encabezaron etapas de crecimiento, prestigio y proyección internacional de la UV. Reducir su crítica a una supuesta ambición de poder es intelectualmente pobre y políticamente tramposo.

Más grave aún es que en el mismo saco se meta a académicos activos como Marisol Luna y Rafael Vela, quienes ejercieron un derecho legítimo: aspirar a dirigir la Universidad. Convertir esa aspiración en motivo de linchamiento mediático envía un mensaje demoledor a la comunidad: disentir tiene costo, levantar la voz implica riesgo.

Si, como se presume, esta producción fue financiada con recursos institucionales, el asunto trasciende la opinión y entra en el terreno de la responsabilidad administrativa y legal. Los fondos públicos destinados a docencia, investigación e infraestructura no pueden —ni deben— usarse para pagar campañas de desprestigio. La historia reciente ya nos enseñó que bots y troles también cuestan, y siempre los paga la sociedad.

El daño es profundo y duradero. Una universidad desacreditada pierde autoridad moral, capacidad de convocatoria y confianza social. Los estudiantes aprenden pronto cuando la institución que los forma renuncia al pensamiento crítico y se somete al poder. Y cuando eso ocurre, la derrota no es solo académica: es cívica.

Hay un elemento que no debe pasar desapercibido: la cobardía. No hay créditos, no hay responsables visibles, no hay firmas. Se ataca desde la sombra, se acusa sin dar la cara. Es el estilo de quienes confunden autoridad con impunidad y liderazgo con venganza.

La Universidad Veracruzana merece más. Merece debate abierto, rendición de cuentas y respeto a la legalidad. Merece rectores que convenzan con argumentos, no que aplasten con campañas. Merece un gobierno universitario que entienda que la autonomía no es patente de corso, sino obligación ética.

La historia es implacable con quienes usan las instituciones para saldar cuentas personales. El poder pasa; el descrédito permanece. Y cuando la sed de venganza sustituye a la razón, el espurio no solo se exhibe: se condena a sí mismo ante la memoria colectiva.