Por Miguel Ángel Cristiani
En un país donde la
cultura es relegada con frecuencia a los márgenes del presupuesto y del
discurso oficial, la muerte de Francisco Beverido Duhalt no es solo la pérdida
de un hombre, sino el cierre de una época. Ha muerto uno de los más sólidos
constructores del teatro universitario en México. Su fallecimiento no es una
nota para el obituario; es un llamado a la memoria crítica de lo que hemos sido,
de lo que hemos perdido y de lo que todavía podríamos recuperar si decidiéramos
tomarnos en serio el arte como una forma de conciencia.
Beverido no fue una
figura decorativa, de esas que el poder cultural gusta de exhibir en homenajes
tardíos. Fue un formador, un creador, un hombre que apostó por hacer del teatro
un espacio vivo, reflexivo y transformador dentro de la Universidad
Veracruzana. Su legado no se mide únicamente por las puestas en escena —muchas
de ellas memorables—, sino por la solidez institucional que dio al teatro
universitario desde que tomó las riendas del entonces Departamento de Teatro,
hoy Facultad.
¿Quién en Veracruz no lo
recuerda como fundador del Teatro Clásico de Xalapa o como el alma del Centro
de Estudios, Creación y Documentación de las Artes? ¿Quién no lo vio al frente
de la Organización Teatral de la Universidad Veracruzana (Orteuv), conduciendo
con rigor y pasión un proyecto que logró trascender las fronteras estatales?
Francisco Beverido Duhalt
no fue un improvisado. Fue un hombre de letras y de escena. Licenciado en
Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM, se formó con rigor en la crítica,
la dirección y la dramaturgia. Se codeó con los grandes y no para tomarse la
foto, sino para construir conocimiento. Su voz —seca, precisa, a veces áspera—
era respetada porque no se prestaba al elogio fácil ni al acomodo
institucional. Desde las aulas, los foros y los ensayos, enseñó que el teatro
no es entretenimiento banal, sino un acto de pensamiento. Pocos recuerdan ahora
que desde 2017 fue declarado con el título de doctor Honoris Causa de la
Universidad Veracruzana.
Su muerte nos obliga a
volver la mirada a esa extraña paradoja mexicana: la cultura como discurso
oficial y, al mismo tiempo, como abandono sistemático. ¿Cuántos Beveridos hacen
falta para que se entienda que sin teatro no hay universidad completa, y sin
universidad crítica no hay país que se sostenga? Porque el arte no es
ornamento: es una forma de resistencia frente al empobrecimiento simbólico que
impone el mercado y que perpetúa la política sin alma.
La vida de Beverido fue
coherente: no se enriqueció con la cultura, no hizo carrera política, no se
vendió como gestor. Fue maestro, director, dramaturgo, editor, pensador. Y como
tal debe ser recordado. Pero no basta con la nostalgia ni con los homenajes
póstumos: su legado exige continuidad, defensa institucional, inversión pública
y conciencia ciudadana.
En estos tiempos de
trivialización acelerada, donde se recortan presupuestos culturales con la
ligereza con que se cambia de canal, la partida de Beverido adquiere una
dimensión política. Porque su vida encarnó esa otra manera de entender la
universidad: no como una fábrica de títulos, sino como un espacio de creación
crítica. El teatro que él defendía no era para el aplauso complaciente ni para
los festivales de selfie. Era —y debe seguir siendo— una trinchera contra la
ignorancia.
Francisco Beverido Duhalt
ha muerto. Pero su obra permanece como desafío. ¿Qué haremos con ella? ¿La
reduciremos a una placa más en un muro de reconocimientos inertes? ¿O tendremos
la decencia de continuar la lucha por un teatro vivo, universitario, crítico y
comprometido? Si algo nos enseñó Beverido, es que el arte no tiene por qué
pedir permiso para existir. Pero sí exige memoria, dignidad y responsabilidad.
Esa es, acaso, la última
lección de su teatro. Y la primera que deberíamos volver a aprender.