Por Miguel Ángel Cristiani G
El primer año de gobierno no es para lanzar cohetes
ni para colgarse medallas prematuras. Es, por definición democrática, un corte
de caja. Un momento incómodo pero necesario para separar la retórica de los
resultados, las buenas intenciones de la capacidad real, y —sobre todo— para
medir si el poder entendió que gobierna para la ciudadanía y no para el aplauso
fácil.
La administración estatal que encabeza la
gobernadora Rocío Nahle García se aproxima a su primer aniversario con
una realidad clara: el tiempo de aprendizaje se agotó. Ya no hay margen para
improvisaciones ni para la tolerancia política disfrazada de paciencia
institucional. Gobernar no es un ensayo general; es función permanente.
Desde el arranque, el nuevo gobierno heredó una
estructura dañada. No es un secreto ni una especulación malintencionada. Es un
hecho documentado. El sexenio de Cuitláhuac García Jiménez dejó no solo
rezagos administrativos, sino señales evidentes de corrupción, desorden
financiero y decisiones políticas que privilegiaron la lealtad sobre la
competencia. Hoy, esos expedientes existen. Están integrados. Y, como
corresponde al Estado de derecho, deberán caminar por la ruta institucional, no
por la vendetta ni por el encubrimiento.
Aquí conviene ser precisos: señalar corrupción no
es linchar; es exigir cuentas. Y exigir cuentas no viola la ley, la honra ni la
presunción de inocencia cuando se hace con documentos, auditorías y
procedimientos en curso. Lo irresponsable sería callar. Lo inmoral, simular.
En este primer año, el equipo de gobierno ha tenido
la oportunidad —y la obligación— de demostrar de qué está hecho. Algunos
funcionarios lo han entendido: han trabajado, han corregido inercias, han puesto
orden. Otros, lamentablemente, no dieron el ancho. El cargo les quedó grande. Y
en la administración pública, cuando el desempeño no alcanza, la salida no
es un castigo: es una necesidad institucional.
Ya se dieron los primeros ajustes. No serán los últimos.
Y no deberían verse como crisis, sino como decisiones correctivas. Gobernar
también es saber remover. La maquinaria del Estado no funciona por simpatías ni
por cuotas políticas; funciona con experiencia, carácter y conocimiento
técnico. El que no pueda, que se haga a un lado. Así de simple.
Lo que no puede permitirse —y aquí la advertencia
es clara— es que los cambios se conviertan en maquillaje. No se trata de mover
nombres para dejar todo igual. Se trata de romper con prácticas del pasado
que tanto daño le hicieron a la credibilidad institucional. El ciudadano ya no
compra discursos. Observa, compara y juzga.
La gobernadora Nahle tiene un activo que no debe
desperdiciar: legitimidad política y una expectativa alta de rectificación.
Pero la legitimidad se erosiona rápido cuando no se traduce en resultados. Y la
expectativa se convierte en decepción cuando se tolera la incompetencia o se
protege al ineficiente.
El combate a la corrupción no se anuncia; se
ejecuta. No basta con que “los responsables hayan puesto tierra de por medio”.
La justicia no puede ser espectadora. Si hay irregularidades comprobadas, que
se proceda conforme a la ley. Sin espectáculo, sin pactos, sin selectividad. La
impunidad es el último refugio del mal gobierno.
El inicio del nuevo año será clave. Vendrán más
movimientos, más definiciones y —esperemos— más claridad. No es momento de
cuidar susceptibilidades internas, sino de responder a una sociedad cansada de
excusas. El poder que no se corrige a tiempo termina pareciéndose peligrosamente
a aquello que prometió erradicar.
Este primer año no se califica con aplausos ni con
consignas. Se evalúa con datos, con hechos y con decisiones. La gobernadora aún
está a tiempo de consolidar un equipo a la altura del reto. Pero el reloj
político no se detiene y la ciudadanía no olvida.
Gobernar es decidir. Y decidir implica asumir
costos. Lo demás es retórica. Y de esa, Veracruz —y el país— ya tuvo
suficiente.
