Por Miguel Ángel Cristiani G.
El Centro de Investigación Económica y Presupuestaria (CIEP) estima que en
2026 no sólo la deuda pública de México llegará a un nivel histórico rebasando
por primera vez los 20 billones de pesos (151 mil pesos x persona), sino que el
pago de intereses de ésta sería de aproximadamente de 1.6 billones de pesos (11
mil 696 pesos por persona), el mayor monto en 35 años.
En el discurso oficial, Pemex y la CFE siguen siendo “empresas estratégicas”,
símbolos de soberanía y orgullo nacional. En la práctica, sin embargo, se han
convertido en dos agujeros negros de las finanzas públicas, cuya voracidad
presupuestal compromete no solo el equilibrio fiscal, sino también la
posibilidad de invertir en salud, educación y desarrollo social.
Para 2026, el gobierno plantea destinar 708 mil 201 millones de
pesos a Pemex, un aumento del 11.7% respecto al año anterior. De ese
monto, el 73% es gasto programable, y dentro de él resalta un crecimiento de 13.5%
en infraestructura y obra pública. Hasta ahí, todo parecería sensato: inversión
productiva, fortalecimiento operativo. El problema es que, detrás de la
retórica, más de una cuarta parte de los ingresos de Pemex (27.1%)
provienen de aportaciones federales, es decir, dinero del erario que
debería destinarse a la gente y no a mantener viva una empresa que, en teoría,
debía sostenerse por sí misma.
El dato es brutal: solo en 2026, la Secretaría de Energía
transferirá a Pemex 263 mil 699 millones de pesos, lo que representa
un aumento de 86.8% respecto de 2025. Para dimensionarlo: esa cifra equivale a
tres veces el presupuesto de atención a la salud y medicamentos gratuitos para
población sin seguridad social, o al doble del programa de becas universales de
educación básica. En otras palabras, la prioridad del Estado mexicano no es
curar enfermos ni educar niños, sino seguir subsidiando a una petrolera
quebrada.
Mientras tanto, la Comisión Federal de Electricidad
proyecta ingresos por 535 mil 477 millones de pesos, una disminución de 5.2%
respecto al año previo. Su gasto será de 602 mil 567 millones, con una
reducción de 1.5%. En apariencia, un recorte. En la realidad, lo que cae es la
inversión física (3% menos), mientras que los gastos en servicios personales
—nómina, privilegios sindicales y burocracia— crecen 3.6%. Es decir, se
invierte menos en infraestructura y más en mantener la estructura laboral
intocada.
Pero lo más grave es que la CFE depende de subsidios a las tarifas
eléctricas que, para 2026, alcanzarán 92 mil 685 millones de pesos.
Dichos subsidios representan cerca del 14% de sus recursos. Con ello, la
empresa tampoco es financieramente autónoma: sin dinero federal, sus números
simplemente no cuadran.
La paradoja es evidente: mientras Pemex y la CFE absorben crecientes
transferencias, los ingresos petroleros que alimentan a la Federación se
reducen, debido a la baja en la producción y el precio internacional de los
hidrocarburos. Se trata de un contrasentido histórico: el Estado
mexicano subsidia a las empresas públicas energéticas, cuando debería ser al
revés: ellas tendrían que generar los recursos que financien la política social
y el desarrollo nacional.
Este esquema, además de insostenible, es injusto. Inyectar 263 mil millones
de pesos a Pemex significa postergar hospitales, escuelas, carreteras y
programas sociales que sí generan bienestar tangible en la vida cotidiana de
los ciudadanos. A pesar de ello, la narrativa oficial insiste en defender el
mito del petróleo como motor nacional, aunque el mercado mundial y la
transición energética nos griten lo contrario.
Vale recordar que el Plan Estratégico de Pemex contemplaba
mantener estas aportaciones extraordinarias solo hasta 2027. Sin embargo, el
aumento previsto para 2026 implica adelantar recursos que en la práctica
equivalen a financiar casi dos años más de subsidios. Dicho de otra manera: el
gobierno está hipotecando el presupuesto de los próximos años para mantener con
respirador artificial a una empresa que nunca se reestructuró de fondo.
La pregunta obligada es: ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo los contribuyentes
mexicanos seguirán financiando la ineficiencia, la corrupción y la incapacidad
de dos monopolios públicos que, lejos de ser palancas de desarrollo, se han
vuelto lastres fiscales? La historia nos enseña que ningún país logra prosperar
a costa de sostener empresas estatales improductivas. México no será la
excepción.
Pemex y CFE podrían transformarse en compañías modernas, competitivas, con
visión hacia energías limpias y diversificación de mercados. Pero nada de eso
se está haciendo. Por el contrario, se apuesta al mismo modelo caduco: más
gasto, más subsidios, más deuda, menos futuro.
Y aquí radica la tragedia: cada peso que se inyecta a Pemex y a la CFE es un
peso que se le arranca al futuro de millones de mexicanos. No se trata de un
debate técnico ni contable: es un dilema ético y político. O se privilegia la
rentabilidad social del gasto público, o se sigue sacrificando al país entero
en el altar de dos “empresas estratégicas” que ya no lo son.
El presupuesto 2026 desnuda la mentira: Pemex y CFE no sostienen a México.
Es México quien los sostiene a ellos. Y esa ecuación, tarde o temprano, nos
llevará al colapso.
