Por: César A. Vázquez Lince
En la política mexicana a veces no se elige lo ideal, sino lo menos dañino. La llegada de Sergio Gutiérrez Luna a la vicepresidencia de la Cámara de Diputados abrió un debate inevitable: ¿Cómo puede alguien con una vida de evidente opulencia representar a un partido que presume austeridad? Y sin embargo, el escenario se torna aún más inquietante cuando pensamos que la alternativa era Dolores Padierna, representante de la línea más dura y confrontativa de Morena.
Como
recordaba Maquiavelo, “el fin justifica los medios” cuando lo
que está en juego es la conservación del poder. Morena, pragmático como nunca,
optó por tolerar los relojes caros y la ostentación de Gutiérrez Luna antes que
abrir la puerta a la radicalidad de Padierna, que en la práctica habría
significado más crispación en San Lázaro.
Platón advertía que una
polis gobernada por quienes persiguen solo la riqueza está condenada a la
decadencia. Y es cierto: la opulencia de Gutiérrez Luna refleja contradicciones
profundas de la 4T. Pero frente al radicalismo político, el lujo puede ser
visto como un mal menor. En esa tensión se movió la decisión de la bancada: o
tolerar la contradicción, o arriesgarse a un liderazgo confrontativo.
Aquí
resulta útil la visión de Max Weber, quien distinguía entre la
ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. Morena, en este caso,
sacrificó la convicción de la austeridad para privilegiar la responsabilidad
política: mantener gobernabilidad interna en el Congreso.
“El
hombre es él y su circunstancia”, decía Ortega y Gasset.
Y las circunstancias de Morena no eran ideales: divisiones internas, rupturas
veladas y un equilibrio de poder que exigía pragmatismo. En esa balanza, el
diputado veracruzano resultó preferible a Padierna.
La
paradoja es clara: el partido que llegó al poder en nombre de la austeridad ahora
normaliza la ostentación, siempre y cuando sirva para frenar el extremismo
interno. Como diría Montesquieu, “el poder debe frenar al
poder”. Y en este caso, el lujo de Gutiérrez Luna fue usado como freno al
despotismo de Padierna.
El
resultado es un retrato incómodo de Morena: un partido que, en su búsqueda de
unidad, termina validando aquello que antes condenaba.