Adalberto Tejeda-Martínez
El libro digital
le va robando terreno al tradicional, pero está lejos de ganar la carrera no
obstante sus ventajas: es tan portátil que una biblioteca con miles de títulos
no pesa ni un kilo, o más bien pesa lo que pesa el artefacto que la almacena;
cada leyente puede escoger tipografía y color del «papel» y acceder a
animaciones y sonidos que en los impresos serían anexos engorrosos. Para
quienes leemos consultando el diccionario, el acceso a enciclopedias y
lexicones es casi ilimitado si se tiene conexión a Internet, o a falta de
conexión se puede cargar en el dispositivo una enciclopedia. Muchas novedades
literarias pueden adquirirse en formato digital sin esperar a que lleguen a la
librería tras cruzar fronteras y aduanas. Además, las ediciones electrónicas
suelen ser más baratas que las de bulto, lo que, junto con su portabilidad, las
convierte en un remedio a la saturación de las bodegas de las editoriales
universitarias, ejemplos de ineficiente distribución bibliográfica.
En cuanto a la
información diaria, ni qué decir: quien lee esta nota lo hace sin la
intermediación del papel, y es probable que se salte esta lectura porque
información sobre acontecimientos que amenazan o prometen transformar el mundo
—o al menos, su mundo— acaba de aparecer en múltiples portales noticiosos.
En cambio, no es
tan cierto que las publicaciones digitales contaminan menos que las
convencionales. Hay que considerar la energía que consumen los dispositivos
personales y los grandes centros de cómputo donde se almacenan libros,
periódicos y revistas virtuales, la llamada «nube», que no es tal sino
computadoras que se alimentan de electricidad, al igual que las lámparas y los
climas artificiales de sus albergues. Según la nota «¿Cuánto contamina enviar
un tuit…?» de la edición ¡digital! del diario español El País, las tecnologías
de la información y la comunicación consumen entre el 6% y el 9% de la energía
mundial, y dentro de diez años alcanzarán el 30%, o sea que para entonces serán
responsables del cambio climático como en un 10%.
Pero mientras los
devoradores de noticias ya casi abandonaron el papel, los lectores de libros no
se acaban de decidir, y no por consideraciones ambientales, sino por un
atavismo milenario: de haber vivido en la época romana, ante los primeros
libros encuadernados habrían preferido el placer de desenrollar papiros.