Las noticias de Veracruz en Internet

miércoles, 2 de julio de 2025

La justicia se puso huipil: una minoría que arrasa con mayoría

Angélica Cristiani Mantilla
La Lengua de Tácita Muta

facebook sharing button
twitter sharing button
whatsapp sharing button
email sharing button
sharethis sharing button

El lunes 30 de junio, la justicia en Veracruz se vistió de huipil, se ató las trenzas con dignidad y se calzó las sandalias del pueblo. No fue una metáfora. Fue Rosalba Hernández Hernández, mujer náhuatl, doctora en Derecho, experta en derechos humanos, quien recibió la constancia de mayoría para presidir el Tribunal de Justicia. Y en ese momento, el sistema jurídico mexicano, acostumbrado a togas occidentales y tecnicismos impenetrables, tuvo que aprender a decir “Miak tlaskamati”.


No fue un acto protocolario más. Fue un parteaguas. Una escena que recordará mi memoria como una plegaria laica. Ahí, en el recinto del Organismo Público Local Electoral de Veracruz (OPLE), donde la democracia a veces parece tambalearse como niño aprendiendo a andar, ocurrió un acto que ningún consejero pudo empañar con su palabrería tardía. Mientras ellos se debatían en justificaciones huecas, el pueblo celebraba con una dignidad que no necesita micrófono.


Porque lo cierto es que ganó Rosalba, pero también ganaron todas las mujeres e indígenas históricamente barridas bajo la alfombra del poder. Ganó la minoría, sí, pero con aplastante mayoría, como si la historia —esa maestra terca— decidiera, por fin, pasar lista a quienes siempre se les negó el turno.


La formación académica de Rosalba impresiona: desde la Universidad Veracruzana hasta la Universidad Carlos III de Madrid, pasando por diplomados en amparo, discapacidad, derechos de pueblos afro y migrantes, justicia penal y electoral. Ha estado en Japón y en Guatemala, ha sido becaria del INPI y de la OIT. Pero todo eso —todo— cobra un sentido distinto cuando la escuchas hablar en náhuatl. Porque entonces sabes que no habla desde la teoría, sino desde la sanación de la hérida.


Lo verdaderamente revolucionario es que Rosalba no tuvo que elegir entre el derecho positivo y el derecho consuetudinario, entre el español académico y el náhuatl de su padre, entre la toga y el huipil. Lo porta todo con una templanza que no viene de Harvard, sino de generaciones de mujeres que resistieron sin manuales. ¿Qué justicia puede haber para los pueblos originarios cuando la ley no se pronuncia en su idioma ni en su realidad?


La otra cara del acto fue el reflejo descompuesto del OPLE. La ciudadanía asistente —indígenas, mujeres, activistas, familias— no estaba dispuesta a aplaudir maquillajes ni simulaciones. Mientras los consejeros buscaban refugio en discursos técnicos, el público abucheaba con la misma intensidad con la que votó. Porque no hay poder humano que repare la desconfianza ganada a pulso. 


¿De qué sirve el andamiaje electoral si su legitimidad no se funda en la confianza ciudadana? ¿Cómo puede hablar de imparcialidad un organismo que no entiende que la forma también es fondo? El bochorno que vivieron los consejeros no fue improvisado: fue acumulación. De omisiones, de insensibilidades, de una sordera institucional que ya no conmueve ni con promesas.


Mientras todo eso ocurría, Rosalba sonreía. No con arrogancia, sino con la humildad que la grandeza otorga a quien ha cruzado muchas fronteras: las del idioma, las del género, las de clase. Agradeció a sus votantes por abrirle la puerta y convidarle mangos. Y en esa imagen —tan mínima, tan gigante— entendí que la justicia sí puede ser humana, honesta, responsable. Puede tener manos curtidas, risa suave y saber a fruta compartida.


La impartición de justicia, lo ha dicho ella misma, debe poner al centro a la persona. Con enfoque interseccional, intercultural, con protección reforzada para quienes históricamente han sido despojados hasta de su queja. No es filantropía, es deber. No es concesión, es reparación.


Pero si me preguntan qué imagen guardo con más nitidez, les diré que no es la constancia, mucho menos el palabrerío de los consejeros, ni siquiera los aplausos. Fue la mirada de su madre, que se tatuó en mi corazón: un gesto lleno de orgullo y sanación. Fue la seguridad con la que caminaba su hija pequeña, como si supiera que su madre no sólo abría puertas, sino que construía casas enteras. Fue la complicidad y la ternura protectora de sus hermanas, tejiendo un cerco de amor contra siglos de exclusión. Fue esa familia erguida que, por fin, no sólo fue testigo de la historia, sino protagonista de su reescritura.


Y así salió Rosalba del OPLE: no con una escolta de funcionarios, sino escoltada por la vibración ancestral del caracol y los gritos de “¡Presidenta! ¡Presidenta!” que no pedían poder, pedían justicia. Justicia con raíz. Justicia con cuerpo. Justicia con nombre de mujer.


La historia está llena de silencios vergonzosos. Pero también de momentos en que la dignidad irrumpe como un relámpago en la noche institucional. A veces se presenta con traje sastre. Esta vez lo hizo con huipil.


Rosalba no ganó una silla. Ganó el derecho a ejercer justicia desde sus raíces, desde su lengua, desde su comunidad. Y con ello, ganó México. Aunque muchos no se hayan dado cuenta todavía.


¿Están listas nuestras instituciones para la justicia que viene desde abajo, descalza, con mango en mano y sentencia en náhuatl?