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miércoles, 9 de julio de 2025

“La alcaldesa que ya había gobernado, mucho antes de ganar”


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La política, dicen, es una puesta en escena. Frases huecas, sonrisas entrenadas, compromisos vagos. Pero hay días —raros, intensos, memorables— en que el guion se rompe. En que, en lugar de encontrarme con la investidura, me encuentro con la historia. El pasado que camina. La vida que no cupo en un cargo. Así fue mi encuentro con Daniela Griego.


No llegó con séquito. No llegó con aplausos pregrabados. Llegó puntual. Puntual y con la gravedad serena de quien ha recorrido muchas batallas, no todas visibles, pero todas profundas. Su presencia impuso algo poco común en el mundo público: humildad sin espectáculo. Y de inmediato, mi rol como periodista se vio confrontado por algo más fuerte que la objetividad: la verdad encarnada.


Mientras mi equipo ajustaba cámaras y luces, uno de mis colaboradores me dijo con voz entrecortada:


—“Yo tengo mucho que agradecerle a esa señora. Me ayudó cuando quedé huérfano. Recuperó mi pensión. Gracias a eso estudié. Hoy soy un profesional.”


No era una anécdota. Era un testimonio. No era una campaña. Era memoria viva. Una funcionaria que no solo firmó oficios, sino que firmó destinos. Y ahí supe que no estaba frente a una candidata, ni siquiera frente a la flamante alcaldesa electa de Xalapa. Estaba ante otra cosa: una mujer que ha gobernado desde mucho antes de tener un cargo.


Daniela Griego no es una improvisada. Su hoja de vida tiene tantas páginas como principios. Es licenciada en Sociología por la Universidad Veracruzana, con mención honorífica por un trabajo sobre luchas obreras en pueblos azucareros. Es decir, su tesis ya hablaba de justicia antes de que ella pudiera legislarla.


Fue asesora en organizaciones civiles como ASER y MAIZ, consejera electoral en el INE y diputada local por Xalapa, donde no solo votó leyes: las defendió con estrategia y rostro humano. Dirigió el Instituto de Pensiones del Estado, no como burócrata, sino como alguien que entendía que las pensiones no son cifras: son lo que permite a una maestra jubilada seguir pagando sus medicinas, a un obrero comer caliente.


Su trayectoria, larga y consistente, es un rompecabezas de acciones coherentes. No hay giros dramáticos ni cambios de bandera. Hay constancia. Y en un país acostumbrado a políticos camaleónicos, eso —la coherencia— es una forma de radicalismo.


Durante la entrevista, hubo respuestas brillantes, sí. Pero lo que me sacudió fue su forma de nombrar lo invisible. Daniela habló de desigualdad como quien la ha vivido. De pensiones como quien las ha peleado. De ciudad como quien la ha caminado con los pies, no con helicóptero.


Se refirió a su paso por el Instituto de Pensiones sin triunfalismos. Habló de retos. De resistencias. De negociaciones. Pero sobre todo, de rostros. Porque lo suyo no son los datos vacíos, sino los datos que respiran.


Y entonces recordé algo: la política en México suele ser un campo de testosterona. Un ring. Un reality show. Pero Daniela no pelea con gritos, sino con estrategias. No encabeza batallas simbólicas, sino gestiones concretas. En un mundo donde muchas funcionan desde el ego, ella lo hace desde la ética.


Xalapa ha sido gobernada por muchas manos, pero pocas veces por una voz que entienda la ciudad desde abajo. No desde el mapa, sino desde el callejón. No desde la cifra, sino desde la historia.


Su compromiso de campaña —una ciudad justa, equitativa, con oportunidades— podría sonar genérico. Pero cuando lo dice ella, que ha dado oportunidades sin pedir votos a cambio, la promesa se convierte en profecía.


Y entonces, pienso: quizás Daniela no ganó en las urnas. Quizás solo formalizó algo que ya venía haciendo: gobernar desde el margen, desde el cuidado, desde la inteligencia política tejida en lo cotidiano.


Al despedirse, volvió a agradecer. Agradeció como si no acabara de recibir el respaldo popular. Agradeció como si aún fuera ella quien tiene una deuda con la gente. Y ahí, supe que la política aún tiene sentido. Cuando la vocación le gana al puesto. Cuando la humildad le gana al protocolo. Cuando una mujer como ella no solo toma el cargo, sino que toma la historia entre las manos… y la dobla a su favor.


La pregunta, incómoda y luminosa, queda flotando como viento entre jacarandas:


¿Y si las mejores gestoras no son las que más promesas hacen, sino las que llevan años cumpliéndolas en silencio?